Esglobal Lecciones peruanas para Colombia Luis Esteban G. Manrique



Un silletero colombiano espera el comienzo de la cumbre entre Colombia y Perú, 2015. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images
Un silletero colombiano espera el comienzo de la cumbre entre Colombia y Perú, 2015. Raúl Arboleda/AFP/Getty Images
Perú y Colombia han sufrido la violencia de Sendero Luminoso y las FARC, respectivamente. He aquí un repaso a las similitudes y las diferencias entre los dos fenómenos.
En abril de 1980, pocos días antes de que el maoísta Partido Comunista Peruano-Sendero Luminoso (PCP-SL) iniciara la lucha armada, su líder supremo, Abimael Guzmán, pronunció un discurso de resonancias apocalípticas que comenzó con el poema de Mao Una chispa puede incendiar la pradera: “La revolución es todopoderosa porque se sustenta en las masas que es la fuerza de la Tierra, porque la dirige el Partido, que es la luz del Universo”.
Entre 1980 y 1992 la guerra senderista contra el Estado peruano le costó al país andino 70.000 muertos y unos 20.000 millones de dólares en daños materiales. Entre 1988 y 1993, en medio de una hiperinflación que llegó al 10.000% en 1989, dos millones de peruanos –el 10% de la población– emigraron al extranjero sin intención de volver.
Todo acabó en unos pocos minutos el 12 de septiembre de 1992 con la captura de Guzmán, justo cuando la organización creía tener la victoria al alcance de la mano. La implosión del PCP-SL se produjo con una rapidez inusitada. Hoy solo quedan de Sendero algunas columnas armadas vinculadas con el narcotráfico en el valle del Río Apurímac y el Ene. La victoria militar sobre Sendero Luminoso pronto se reflejó en la economía: desde 1990, cuando el 61% de los peruanos era pobre, el PIB ha crecido un 277%, frente al 155% de la media regional.
El caso peruano ha regresado al debate público a raíz del triunfo del ‘No’ al acuerdo de paz entre el gobierno de Bogotá y las FARC en el referéndum del pasado 2 de octubre. Importantes políticos colombianos han insistido que a Perú le tomó apenas una década derrotar a Sendero mientras que a Colombia le ha demandado más de medio siglo lidiar con la guerrilla. Pero comparar ambos fenómenos –y explicarlos– es complicado.
El ex presidente Álvaro Uribe (2002-2010), líder de la campaña del No ha dicho, por ejemplo, que a las autoridades peruanas jamás se les habría ocurrido negociar nada con los senderistas. Por su parte, otro ex presidente, César Gaviria, coordinador de la campaña por el Sí, señaló que el éxito peruano se debió a que “la guerrilla senderista había sido urbana”. Pero Uribe y Gaviria están desinformados o solo se guían por las imágenes de la captura de Guzmán.

Paralelismos y divergencias
El fundador de Sendero Luminoso, Abimael Guzman, que cumple cadena perpetua, asiste a un juicio en Lima, Perú. Ernesto Benavides/AFP/Getty Images
El fundador de Sendero Luminoso, Abimael Guzman, que cumple cadena perpetua, asiste a un juicio en Lima, Perú. Ernesto Benavides/AFP/Getty Images
Los paralelismos son indudables: tanto Sendero como las FARC llegaron a controlar casi un tercio de las áreas rurales de sus países y combinaron sus estrategias “del campo a la ciudad” con un terrorismo urbano despiadado y el narcotráfico.
También existen similitudes entre Alberto Fujimori (1990-2000), que acabó con Sendero, y Uribe, que golpeó duramente a las FARC, pero sin liquidarlas. En su estrategia antisubversiva ambos utilizaron la inteligencia, rondas campesinas armadas y recompensas por las delaciones. Pero las diferencias son igualmente significativas. Mientras Fujimori terminó condenado a 25 años por graves violaciones de derechos humanos, el modelo de seguridad democrática de Uribe fue reivindicado en cierto modo por la victoria del No.
El triunfo del fujimorismo sobre el terrorismo le llevó a la trampa del autoritarismo y a intentar reelegirse fraudulentamente una segunda vez, lo que precipitó su caída. También Uribe tentó una segunda reelección, pero aceptó el dictamen del Tribunal Constitucional de que su plan no procedía. A fin de cuentas, Uribe no era un outsider como Fujimori.
Sendero, por otra parte, siempre careció de toda legitimidad. En las representaciones gráficas del PCP-SL, Guzmán dirigía columnas de multitudes de seguidores armados, pero él solo llevaba un libro en la mano. Según esa iconografía, Guzmán era ante todo un filósofo-emperador en la tradición platónica que mantenía la unidad partidaria mediante un culto a la personalidad que hubiese parecido exagerado al propio George Orwell, lo que daba a Sendero su peculiar carácter de fanatismo religioso.
El origen de la violencia en Colombia, en cambio, es complejo y tiene raíces históricas más profundas. Durante la guerra fría, brotaron en todo el continente insurrecciones guerrilleras que siguieron la estela castrista aplicando la estrategia militar foquista concebida por el Che Guevara. Pero Guzmán despreciaba a los castristas. La vía insurreccional guevarista era, según él, una “desviación militarista pequeño burguesa” condenada al fracaso. Sendero, en cambio, adaptó a las posibilidades andinas la doctrina militar maoísta de “guerra prolongada del campo a la ciudad”.
Ello se debió en parte a que la gestación del PCP-SL ocurrió bajo una dictadura militar de izquierdas, la del general Juan Velasco Alvarado (1968-75), que estableció cordiales relaciones con Moscú y La Habana. El PCP pro soviético declaró su apoyo al proceso “revolucionario” velasquista, que Guzmán tildó de “reformismo pequeño burgués”. Las pocas fuerzas de seguridad peruanas que tenían algún entrenamiento antisubversivo y los aparatos de inteligencia del Estado necesitaron casi una década para familiarizarse con la estrategia y tácticas insurgentes senderistas.

Catálogo de atrocidades
Uno de los principales lemas –Salvo el poder todo es ilusión– del llamado pensamiento Gonzalo, el nombre de guerra de Guzmán, no dejaba espacio alguno a una solución negociada. A su vez, el ingreso en las zonas de emergencia de militares y tropas policiales provenientes de la costa exacerbó el conflicto racial. En Accomarca, Ayacucho, un pueblo entero de campesinos quechuas fue arrasado por un destacamento dirigido por un teniente del Ejército. Las matanzas las continuaba Sendero inmolando pueblos enteros por haber colaborado con las Fuerzas Armadas en lo que parecían sacrificios humanos masivos.
Las FARC no han sido menos brutales. Según el informe de Memoria Histórica Basta Ya, sus dirigentes y miembros son responsables, entre otros crímenes de guerra, de unos 3.500 reclutamientos forzosos de niños, de decenas de pueblos destruidos y oleoductos bombardeados con desastrosas consecuencias medioambientales. Entre 1996 y 2010 la guerrilla llegó a tener secuestradas a 21.345 personas.
Después de Afganistán, Colombia es el país del mundo con más minas antipersonas, la mayor parte de ellas sembradas por las FARC y que solo desde 1990 han causado 11.000 muertes. En los 80 y 90, los años más duros del conflicto, la tasa de homicidios llegó a superar los 300 por 100.000 habitantes. Y fue de 439 en 1990. El propio Fidel Castro en su libro La paz en Colombia (2008) criticó con “energía y franqueza los métodos objetivamente crueles del secuestro y la retención de prisioneros en las condiciones de la selva”.

La propiedad de la tierra
El PCP-SL incendió la chispa de una pradera a todas luces reseca, pero llena de ocultos avisperos. En la sierra peruana, las banderas blancas y los grupos de autodefensa comenzaron a proliferar en las zonas rojas para disputar el terreno a las huestes senderistas. Al final, la movilización de las rondas campesinas fue tan –o más– determinante para la derrota de Sendero como la captura de Guzmán.
Al fin y al cabo, los campesinos ya no eran pongos (peones de latifundios) sino propietarios de sus tierras. Y lucharon para defenderlas. Sin la reforma agraria de 1969 de Velasco, su proyecto más ambicioso y su más perdurable legado, Sendero probablemente habría ganado la guerra. La razón es simple: aunque la modernización del agro fracasó por el desorden del modelo colectivista-cooperativo aplicado, la reforma terminó con la servidumbre de origen colonial.
Miembros de las FARC en una conferencia de la organización, 2016. Luis Acosta/AFP/Getty Images
Miembros de las FARC en una conferencia de la organización, 2016. Luis Acosta/AFP/Getty Images
Las FARC, en cambio, se movieron en el mundo rural como el pez en el agua. No fue casual. En 1960 solo el 4% de propietarios era dueño del 64% de las tierras cultivadas. En el valle del Cauca el 70% de los campesinos cultivaba minifundios. Aun hoy el 52% de la tierra está concentrada en manos de solo 1,15% de la población, una desigualdad solo por detrás de la de Brasil. Uno de cada 200 fundos cubre más de 500 hectáreas, pero esas grandes propiedades representan más del 60% de las tierras cultivables.
Según el informe Colombia rural (2011) del PNUD, los departamentos de Antioquia, Valle, Caldas, Quindío, Arauca y Meta tienen la mayor concentración de propiedad de la tierra. De las 21 millones de hectáreas aptas para cultivos, solo 4,9 millones son explotadas, lo que significa que 16,1 millones de hectáreas (77%) permanecen ociosas.
“Colombia tiene más territorio que Estado” señaló el informe, enumerando los rasgos que explican la conflictividad: una escarpada geografía, un Estado central históricamente débil y caciquismo regional de base latifundista desde que hay memoria. Absalón Machado, director del informe, subrayó en su presentación que mientras esa situación de “injusticia estructural” de la propiedad de la tierra se mantenga, dijo, el desarrollo rural seguirá siendo una quimera.
Durante su gobierno Uribe, terrateniente él mismo, tuvo como caballo de batalla fortalecer la presencia del Estado en el mundo rural, pero no hizo nada por reformar la estructura agraria. En el acuerdo de paz no existe ninguna frase que ponga en entredicho el derecho a la propiedad privada de la tierra. Al contrario, busca democratizarlo con una masiva legalización de títulos. Sin embargo, los portavoces del No insisten en que debe quedar claro que no habrá veto a la gran industria agropecuaria y que la figura de la expropiación no se convertirá en una vía para ponerla en riesgo.
Según la derecha peruana, la reforma agraria destruyó una agricultura próspera y eficiente. Pero la estructura social que la sostenía era arcaica. Los gamonales (terratenientes) en la sierra solían marcar asus indios con el mismo hierro candente que usaban para el ganado. No es casual que todos los proyectos de modernización en América Latina, desde inicios del siglo XX, pusieran la reforma agraria como condición prioritaria para el desarrollo.
Entre 1950 y 1968, el PIB, la minería y las manufacturas peruanas multiplicaron su valor por tres y la pesca creció 20 veces. Pero la agricultura creció apenas un 0,66% en ese mismo lapso. La sociedad oligárquica, cuyo corazón era el bloque de los barones del azúcar y el algodón, estaba en una crisis terminal: su modo de producción agrario impedía al campo transitar hacia un modelo empresarial y capitalista.
Según la actual Constitución peruana (1993), cualquier persona –natural o jurídica, nacional o extranjera– puede hacer agricultura sin ninguna limitación, eliminando los límites a la tenencia de tierras que existían desde 1969. Los resultados están a la vista. En 1990 las exportaciones agrícolas llegaron a los 300 millones de dólares. En 2015 alcanzaron los 5.000 millones de dólares, 17 veces más. El país es ya  el primer exportador de espárrago del mundo y el segundo de aguacates. La uva ha alcanzado ventas de 700 millones de dólares anuales.
Gracias a seis nuevos proyectos de irrigación con tecnología israelí, se han sumado 211.000 nuevas hectáreas a la producción agroexportadora. En 2004 cerca del 58% de los trabajadores del campo eran pobres. En 2014 esa cifra había bajado al 26%. Según Apoyo Consultoría, de las 10 principales empresas que ofrecen más empleo en el país, cuatro pertenecen a la agroindustria.
Gracias al mercado libre de tierras, los protagonistas de ese ciclo productivo virtuoso son corporaciones con accionariado difundido y que cotizan en bolsa. La propiedad de la tierra ya no le pertenece a una familia sino a una persona jurídica, lo que la ha democratizado. El 37% de las acciones de la empresa Agroindustrial Casagrande, por ejemplo, están en manos de 4.187 propietarios. El agro peruano ha producido una sinergia extraordinaria entre capital y trabajo que Colombia puede replicar.

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