Malasia, paradigma durante décadas del islamismo moderado en el sureste asiático, es desde 2013 un escenario prioritario para los movimientos radicales. El Estado Islámico busca entre los jóvenes malasios nuevos mártires que luchen por el califato, al tiempo que las tensiones étnicas se disparan en el interior del archipiélago. La respuesta del Gobierno, aprovechando la lucha antiterrorista para hostigar a la oposición, no ha hecho más que acrecentar el problema.
“El riesgo de que los tentáculos diabólicos del Estado Islámico se
extiendan a nuestra parte del mundo es muy real”. Con estas palabras,
pronunciadas el pasado mes de mayo, el ministro de Exteriores malasio,
Afinar Aman, colocó a la amenaza yihadista entre las prioridades nacionales de un país que durante décadas logró esquivar las tentaciones radicales.
Desde 2013, 122 personas han sido detenidas en Malasia por su
vinculación con el Estado Islámico (EI o Daesh) y otras 200 han sido
identificadas por su apoyo a los radicales yihadistas. De
hecho, según las cifras reveladas el pasado mes de abril, entre 60 y 150
malasios son miembros activos del EI en Oriente Medio, una cifra,
ascendente, que equipara al país con Indonesia, hasta la fecha principal
granero de mártires en el sureste asiático y con una población ocho
veces superior a la de Malasia.
Los reclutas malasios forman parte de la célula Katibah Nusantara,
con base en la provincia siria de Hasaka, responsable de la conquista
de cinco territorios kurdos en abril de 2015. “Aunque los combatientes
de lengua malaya, en su mayoría procedentes de Indonesia y Malasia,
constituyen una pequeña proporción de los más de 30.000 combatientes
extranjeros de más de 90 países que actualmente están luchando en Siria e
Irak, más significativa es su creciente importancia”, advierte el
investigador de la Rajaratnam School of International Studies (RSIS) de
Singapur, Jasminder Singh, en su último informe.
“En estos momentos es más probable ver al sureste asiático como una
fuente de reclutas que como un nuevo teatro de operaciones. En este
sentido, su estrategia está siendo un éxito dado el aparentemente
importante y creciente número de malayos e indonesios que se están
uniendo al movimiento”, apunta el analista de Allan&Associates Gavin
Greenwood. Al igual que Osama Bin Laden hace una década, el líder de
Daesh, Al Baghdadi, está utilizando con éxito su retórica religiosa para
captar nuevos guerreros santos entre los millones de
musulmanes del sureste asiático, especialmente entre una juventud
desilusionada que busca una razón de ser en la religión.
El califato asiático
El pasado mes de abril, los servicios de inteligencia malasios desarticularon una célula yihadista que
planeaba una oleada de atentados en Kuala Lumpur y y Putrajaya. Casi
una 30 de personas fueron detenidas en los meses posteriores. Varios de
ellos habían sido entrenados en Siria. “Los atentados frustrados de
Malasia, planeados por partidarios del EI, es indicativo del peligro que
Katibah Nusantara representa para la región”, subraya Singh en su
investigación. El objetivo de este grupo radical, aseguró entonces el
inspector general de la Policía, Jalid Abu Bakar, era ejecutar ataques,
secuestros y robos de armas para implantar en el país un sultanato
similar al de Daesh. En las últimas semanas, un estudiante de
nacionalidad kosovar de una universidad de Kuala Lumpur fue arrestado
acusado de robar datos de los ordenadores de las fuerzas de seguridad de
Estados Unidos que luego supuestamente remitía a los líderes del Estado
Islámico.
A diferencia de Oriente Medio, en el sureste asiático Al Baghdadi ha
optado por copiar la estrategia de alianzas que Bin Laden impulsó en los
90. El extinto líder de Al Qaeda fraguó desde esa década una sólida
relación con las milicias indonesias de Jemaah Islamiyah (JI),
responsables de la cadena de ataques contra intereses occidentales
entre 2000 y 2005 y del atentado de Balí de 2002, uno de los más
sangrientos de la historia, con más de 200 muertos. Trece años después
el líder del EI trata de recrear este concordato con los restos de JI y otros grupos radicales.
En la zona están operativos actualmente una treintena de grupos que
han jurado lealtad al califa. Entre ellos, antiguas células de JI y
organizaciones yihadistas como Kumpulan Mujahidin Malaysia
(KMM) o Darul Islam Sabah, las cuales ha proclamado su intención de
declarar su propio califato, denominado “Daulah Islamiah Nusantara”, en
un territorio que se extendería desde Malasia, Indonesia, Singapur y el
sur de Tailandia y Filipinas. Aunque cada uno de los grupos actúa de
forma independiente, todos suscriben la ideología takfirista de
Daesh, con el que mantienen una vinculación. De hecho, el terrorista de
origen malasio que acabó con la vida de 25 soldados iraquíes en un
ataque suicida en la provincia de Anbar el pasado mes de mayo pertenecía
a una de las estas organizaciones asiáticas.
Estos movimientos, señala la investigadora Rajeshwari Krishnamurthy
del Instituto de estudios de Nueva Delhi, forman parte de los “planes”
de Al Baghdadi “para extender su califato” al sureste asiático. “Para el
EI, cualquier región que alguna vez fue regida por las leyes islámicas
es legítimamente un territorio a recuperar. Indonesia, Malasia,
Singapur, Filipinas… todos tienen grandes poblaciones musulmanas. No
obstante, dadas las características de estas poblaciones musulmanas del
sureste asiático en las que se mezclan las tradiciones del islam con
costumbres locales propias, podemos ser testigos también de una intensa
campaña del Estado Islámico para superar estas barreras culturales”,
advierte. “El creciente alcance de Katibah Nusantara podría incrementar
su influencia en el proceso de toma de decisiones del EI, y a su vez
conducirlo a dar mayor prioridad al sureste asiático como su zona de
guerra”, añade Singh. Este mismo mes, otros tres sospechosos de
terrorismo han sido detenidos en Kuala Lumpur y las embajadas de Estados
Unidos, Australia y Gran Bretaña han advertido a sus ciudadanos que
eviten las zonas comerciales de Jalan Alor ante el alto riesgo de
atentado.
El papel del Gobierno y la crisis étnica
La publicación a principios de junio de un presunto caso de
corrupción en el que estaría involucrado el primer ministro, Najib
Razak, quien según el diario The Wall Street Journal habría
recibido en 2013 donaciones anónimas por valor de 700 millones de
dólares, desató una oleada de protestas sin precedentes en el país.
Miles de personas, principalmente miembros de las minorías china e
india, aunque también muchos malayos, tomaron las calles de las
principales ciudades en repetidas manifestaciones. Las camisas amarillas del movimiento Bersih,
que reclaman unas elecciones limpias y justas, fueron prohibidas y sus
simpatizantes amenazados: “los chinos que acudan a Bersih, prepárense
para un baño de sangre”.
Tras este repunte de las tensiones étnicas en el archipiélago,
amortiguadas durante décadas, se esconde el discurso sectario impuesto
por ciertos sectores de la élite dirigente malaya que ha ido marginando a
las confesiones no suníes: el chiísmo está prohibido y aunque la
Constitución reconoce la libertad religiosa para los no musulmanes,
estos son a menudo discriminados. En Malasia, son muchas las voces que
acusan al partido del primer ministro Najib Razak, el United Malays
National Organisation (UMNO), de instigar este odio religioso para
castigar a los críticos: las minorías étnicas que apoya el Bersih
y su principal adversario político, Anwar Ibrahim, quien actualmente
permanece en prisión acusado por tercera vez de un delito de sodomía.
Sus acólitos del Partido de Justicia Popular (PJP), que denunció el
fraude electoral en los comicios de 2013 después de obtener los mejores
resultados históricos de la oposición en Malasia, con 89 escaños por los
133 del partido de Najib, también están siendo hostigados: más de un
treintena de personas, incluida la hija del propio Anwar, Nurul Izzah,
ha sido arrestadas. Amparado en la amenaza yihadista, el
Gobierno ha aprobado una nueva Ley de Prevención del Terrorismo (POTA,
por sus siglas en inglés) que permite a las autoridades detener sin
juicio a sospechosos de manera indefinida −por periodos de dos años con
renovaciones múltiples−, restringir sus movimientos durante cinco años,
así como incautar pasaportes a nacionales y extranjeros. Además, ha
modificado la ley de sedición autorizando el bloqueo de los medios
digitales.
En la práctica, este nuevo entramado legal está siendo utilizado para
acallar a la oposición, lo que ha suscitado las críticas de las
organizaciones internacionales de derechos humanos. Algunos expertos,
como Joseph Franco, de la S. Rajaratnam School of International Studies,
auguran un aumento de la conflictividad social en los próximos meses.
“La aplicación de la ley será probablemente muy polémica”. La oposición,
señala, argüirá “que la legislación de seguridad en nombre de la lucha
contra el terrorismo islamista es en realidad para la represión de la
disidencia política”.
En las mezquitas de Kuala Lumpur son conscientes de que estas
disputas sólo benefician a los radicales. Por eso, los imanes tratan de
convencer a los jóvenes para que no se unan al Estado Islámico. Insisten
en que ese no es el camino para los fieles de Alá. Mas su alegato, el
último rescoldo de una Malasia abierta y admirada, parece caer en saco
roto. La conquista del odio ya ha comenzado.
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