¿Cómo están gestionando los países balcánicos la llegada masiva de refugiados? ¿Cuál es el papel de la Unión Europea?
Natalija Dević tuvo un fin de semana complicado. El jueves publicaba su nueva colaboración en el periódico serbio Danas con el título Stranci u Beogradu (Extranjeros en Belgrado), y el viernes vivía su pico de impopularidad. Entre otros dislates utilizaba el calificativo bula,
forma despectiva de referirse a las mujeres que llevan velo. Anteponía
su posición de belgradense (luego se supo que era montenegrina) a la
imagen indecorosa de los inmigrantes sirios, afganos o libios,
derrumbados en los parques de la capital, o se preguntaba si para ellos
las mujeres locales irían demasiado “desnudas“. Esta, y otras
aseveraciones, reconociendo que venía recién llegada de la playa. Todo
de muy mal gusto, incluso para la alta alcurnia capitalina. De ser otra
la publicación —las hay donde estos artículos tienen cabida— el asunto
hubiera pasado desapercibido, pero Danas tiene una reputación
que mantener, como periódico defensor de los derechos humanos que se le
presupone. El comité editorial publicaría una rectificación el lunes.
Dević anunciaba que cancelaba sus colaboraciones con el diario y pedía
disculpas por si había ofendido a alguien.
Dević quiso tratar el tema con frivolidad. Chispear, elegante y sofisticada, como si fuera la protagonista de una sitcom neoyorquina, frente a toda esta chusma
de sombras oscuras y medievales. Sin embargo, el tema es mucho más
grave que un conflicto estético o clasista. El comisionado de
Inmigración, Asuntos Internos y Ciudadanía de la Unión Europea, Dimitris
Avramopoulos, dice que es la “peor crisis de refugiados desde la
Segunda Guerra Mundial”. Solo en julio más de 100.000 personas entraron
por la frontera sur de la UE. Desde el 1 de enero, unas 90.000 personas
han llegado a Serbia. La media es de unos 2.000 al día. Desde Turquía a
Grecia, para luego recorrer Macedonia. Muy pocos lo hacen por Bulgaria,
que ha levantado un muro que ocupa de momento más de 50 kilómetros de
frontera, y 4 metros de alto frente a Turquía. Van hacia Reino Unido,
países escandinavos y Alemania, que este año llegará a las 800.000
peticiones de asilo. La mayoría son sirios, afganos y eritreos. Muy
pocos se quedan en los Balcanes, casi todos recorren la región sin
intención de quedarse.
En la estación de trenes de Gevgelija,
una ciudad macedonia de menos de 16.000 habitantes, se han vivido
escenas de tensión. Las peleas entre pasajeros por entrar en un vagón
son habituales, con palos y navajas de por medio. Los familiares
introducen a sus hijos por las ventanas, y luego buscan cómo entrar en
el vagón. Si no lo consiguen, los hijos vuelven a la salir por la
ventana. Asfixias, quemaduras, forcejeos y horas interminables de
espera. El verano ha sido muy caluroso en los Balcanes, con temperaturas
de 40 grados, y las carreteras, que atraviesan el sureste europeo,
están siendo recorridas por familias enteras que caminan por los arcenes
como fantasmas salidos de los maizales. Viendo las noticias
provenientes de las islas griegas de Kos o Lesbos, esta cifra no cesará
de crecer durante los próximos meses, hasta que llegue el invierno y el
viaje más que una odisea, se convierta en una cruzada imposible.
En Macedonia, los recién llegados tienen 72 horas para salir del país
o pedir finalmente asilo, así que muchos dedican este tiempo a subirse
al tren que va hacia Belgrado. Hubo un campo para inmigrantes (Gazi
Baba), pero fue cerrado en julio al haberse convertido como denunciaron
varias ONG en un “centro de detención”. Así que las autoridades locales,
ahora, ofrecen la puerta de salida hacia Serbia, que en los últimos dos
meses ha visto llegar a más de 40.000 personas, aunque esta cifra
aumenta cada día. La última decisión gubernamental ha sido declarar el
Estado de emergencia para que el Ejército se haga con el control de la
frontera norte y sur del país. De momento, ya ha habido incidentes con
las autoridades, que han utilizados gases lacrimógenos para dispersar a
una marea que entra en el país como puede e intermitentemente la dejan.
En Macedonia, pero también en Serbia, el comportamiento de estos
“viajeros involuntarios”, por lo general, es modélico, teniendo en
cuenta las circunstancias. Con efectos balsámicos, para incrédulos y
xenófobos, que medran en las redes sociales, lo cierto es que los
visitantes permanecen tumbados sobre el césped desecado de algún lugar
en Belgrado o Subotica con la ropa tendida en las ramas de los árboles,
lavándose la cabeza en cisternas o fuentes compartidas con largas colas,
estoicamente, indefensos frente a los que llegado el día puedan cometer
cualquier agresión o abuso. Con muy pocas pertenencias, sobre un banco
de un parque de Belgrado, una pareja desorientada puede ver a los niños
saltar sobre un dragón hinchable gigante, mientras un hombre ojea el
móvil y agota la poca batería que logró cargar en algún bar o
gasolinera. No están para más conflictos que el que ya viven con su
propia existencia. No quieren molestar y no quieren deberle nada a
nadie, así se pronuncian en varios medios de comunicación serbios y
macedonios, avergonzados y examinados. Solo quieren llegar a Europa
occidental, porque saben que en los Balcanes no hay trabajo. Mientras,
el Gobierno serbio planea construir un centro habilitado para 3.000
personas antes de que llegue el invierno. Uno disponible, el de Krnjača,
para muchos, es una pausa innecesaria, o una trampa burocrática que les
dejará allí retenidos. La UE de momento se va a gastar en Serbia más de
3 millones de euros en la recepción de los refugiados, como también se
espera la implementación de otros proyectos por valor de 8 millones de
euros.
Pese al filón que supone esta llegada masiva de personas de religión
musulmana para el periodismo sensacionalista, también es objeto de
análisis el pulso de la sociedad ante los inesperados huéspedes,
confundida como está todavía, a la espera de saber cómo pronunciarse,
observando las reacciones del resto de sus vecinos y compatriotas. Poco a
poco descubren que hay voluntarios y organizaciones locales que ayudan a
los necesitados, incluso el primer ministro serbio se personó seguido
de los medios locales para tranquilizar a los refugiados. Algunos
descubren que entre los nuevos visitantes hay los que llevan en la
cartera miles de euros, incluso los que se permiten un hostal durante la
travesía. Los más reflexivos descubren que sus propios compatriotas
están haciendo dinero con estos “turistas ocasionales”, que no piden
dinero, pero sí compran comida rápida, botellas de agua, pañales de
bebés y no se emborrachan por las noches, para solo quedarse por algunos
días con perfil bajo y maneras de hombre tranquilo en los parques de
los aledaños de las estaciones de autobuses y trenes, lugares en donde,
todo sea dicho de paso, ni los mismos locales han pasado más que un par
de horas en sus vidas.
Hungría parece estar menos confundida. Está construyendo una valla de
cuatro metros en su frontera con Serbia. Durante el último año ha
recibido más de 61.000 peticiones de asilo. Como se analizaba en Lefteast,
el partido de Viktor Orban, el Fidesz, ha comenzado una campaña de
carteles exigiendo de los recién llegados que respeten la cultura y las
leyes húngaras y no le quiten los trabajos a los húngaros. Además del
problema moral que genera estos pósters, se encuentra el lingüístico.
Están en húngaro, con lo que solo los comprenden los votantes. El país
centroeuropeo se ha convertido desde hace tiempo en adalid de la lucha
antimigratoria (así se declara casi la mitad de la población húngara).
Hungría ha suspendido su adhesión a la regulación de Dublín por “razones
técnicas”. Los que ahora llegan reciben la categoría de inmigrantes
económicos, no aprobando peticiones de asilo de ningún refugiado llegado
de cualquier país de la Unión. No obstante, el partido satírico fundado
en 2006, Magyar Kétfarkú Kutya Párt (Partido húngaro doble rabo de perro) ha respondido con sus propios carteles en inglés (¡Vengan a Hungría por todos los medios, nosotros ya estamos trabajando en Londres!).
Sorprende que Natalija Dević defienda que ni en los tiempos de
Slobodan Milošević había visto tantos refugiados en las calles de
Belgrado —lo cual es cierto porque lo tenían prohibido pero también
porque eran forzados a ir a otros lugares de la geografía serbia—.
Sorprende porque no hay ciudad serbia o ex yugoslava que no haya
cambiado radicalmente su tejido social en las dos últimas décadas.
Sorprende, además, porque este verano hace dos décadas que cerca de
250.000 serbios fueron expulsados de Croacia durante la Operación
Tormenta, en la que también fue la otra mayor crisis de
refugiados en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. La cifra se eleva
si contabilizamos los casi 4 millones de desplazados y refugiados que
generaron las guerras de secesión de Yugoslavia. Sorprende porque las
migraciones forzosas son parte del acervo local, sobre las cuales se ha
construido la épica nacional desde hace siglos. Resulta extraño, en
definitiva, que haya locales que no entiendan las circunstancias
extremas que viven sirios, afganos, libios. Aunque haya quien tenga 10
billetes de 100 euros en los bolsillos para pagarse algunas noches bajo
techo… y a la mafia que espera en las fronteras de la UE, lo cual no
deja de ser un privilegio respecto a los que no pueden ni emigrar. En
los Balcanes todo el mundo se siente víctima de algo, incluso sin
saberlo de su absoluta falta de memoria, o lo que es peor, de empatía.
Tampoco sorprende que la respuesta a este desafío humanitario, de
dimensiones catastróficas, sea fragmentada, como sostenía
en su artículo la profesora, Ruth Ferrero Turrión. No sorprende, sin
embargo, que la ausencia de ayuda o el rechazo a la llegada de
refugiados provenga de algunos de los países que por acción o inacción
más tuvieron que ver con las causas que provocaron esta avalancha.
Hagamos balance desde el 11S. Digo que no sorprende, al menos, para la
mayoría de los balcánicos. Si el mundo es una realidad global, también
lo son sus problemas. Parece que no tanto sus soluciones, basadas en
muros cada vez más altos.
Comentarios
Publicar un comentario