Hace 10 años, los líderes mundiales prometieron acabar con la pobreza antes de 2015. Ahora que sólo quedan cinco años, la Asamblea General de la ONU -incluidos, se calcula, unos 140 jefes de Estado- se ha reunido esta semana para juzgar los progresos. ¿Cuánto se ha conseguido? Una pista: no lo suficiente.
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Hace 10 años, 189 jefes de Estado se
reunieron en la sede de Naciones Unidas en Nueva York y redactaron una
serie de objetivos increíblemente ambiciosos dentro de la lucha contra
la pobreza: reducir la miseria a la mitad, disminuir el hambre, impulsar
la escolarización y hacer del mundo un lugar más justo e igualitario.
Eran ocho metas que denominaron los Objetivos de Desarrollo del Milenio
(ODM) y cuya intención era “liberar a nuestros semejantes, hombres,
mujeres y niños, de las condiciones abyectas y deshumanizadoras de la
pobreza extrema en que viven más de mil millones de seres humanos”. Y se
propusieron conseguirlo antes de 2015.
Ahora, a sólo cinco años del plazo límite, los dirigentes mundiales se han reunido en Nueva York para celebrar una cumbre de revisión en 2010 y
determinar qué es posible hacer todavía para alcanzar estas metas. En
cierto sentido, los ODM ya han hecho historia. Su aprobación representó
la primera vez que todo el planeta se puso de acuerdo en que los pobres
-el grupo de gente con menos poder político de la tierra- iban a ser una
prioridad. Fue loable que los objetivos fueran tan específicos; por
ejemplo, exigir que disminuyeran en dos tercios las muertes de niños
menores de cinco años. La humanidad podía estar orgullosa de las
promesas que se hicieron.
Sin embargo, 10 años después, está claro que el mundo se ha quedado
atrás con demasiada frecuencia y en demasiados casos. Se ha progresado
algo: la escolarización, por ejemplo, se ha multiplicado incluso en los
países más pobres, y el planeta seguramente conseguirá el objetivo de
reducir la pobreza en general a la mitad. Pero, mientras países como
Ghana y Ruanda han dado pasos adelante, otros muchos no muestran casi
ninguna mejoría. Por ejemplo, el informe previo a la cumbre del
secretario general Ban Ki-moon advierte que, si no se tiene en cuenta
China, la mejoría de los índices de pobreza “no parece muy prometedora.
De hecho, el número de personas que vive en una miseria extrema aumentó
entre 1990 y 2005”. La igualdad entre sexos y los derechos de las
mujeres han mejorado muy poco desde 2000. Las desigualdades siguen
siendo terribles; por ejemplo, en todo el planeta los niños de los
hogares más pobres tienen el doble de probabilidades de morir que los de
entornos más acomodados.
¿Quiere eso decir que el mundo colocó el listón demasiado alto? Sí,
probablemente, aunque, en realidad, se trataba de eso. Peter Yeo,
director ejecutivo de la Better World Campaign, un grupo que apoya los
esfuerzos de la ONU contra la pobreza, dice que para lo que han servido
los objetivos es para crear el impulso político necesario en la lucha
contra la pobreza; son el punto de partida de un viaje, no el final. Y
respecto a cómo va a seguir trabajando en ellos después de 2015, “esa
discusión ya ha comenzado”.
Lo que más importa saber ahora, dicen los expertos, no es si el mundo
puede cumplir esas metas, sino cómo y dónde no va a ser posible; en
otras palabras, qué necesitamos hacer para conseguir más cosas a partir
de ahora.
En el medio siglo que lleva el planeta tratando de promover el
“desarrollo”, la mejor lección que han aprendido analistas y
profesionales es tal vez que la reducción de la pobreza es una tarea en
la que o se logra todo o no se logra nada: por ejemplo, no es posible
mejorar la educación si no se soluciona la situación de las mujeres; no
es posible alimentar a la gente si no se apuntala el régimen comercial
internacional; y no es posible reducir las desigualdades cuando
prevalece la corrupción.
Teniendo eso en cuenta, al elaborar los ODM se quiso que fueran
amplios y abarcasen todo -los niños, las mujeres, la agricultura, la
salud- pero que, al mismo tiempo, contuvieran metas cuantificables hacia
las que pueden trabajar los responsables políticos y por las que se les
pueden pedir responsabilidades si el progreso se queda estancado.
Los defensores de la reforma de las ayudas dicen que los mecanismos
que obliguen a rendir cuentas son la clave para garantizar que los
gobiernos abordan las cuestiones estructurales reales, que los donantes
no actúan como resultado de modas pasajeras y que los objetivos no se
quedan en la retórica grandilocuente. Desgraciadamente, cuando los
países se apuntaron, existían pocos mecanismos -al margen de poder ser
avergonzados públicamente- para obligarles a tener una continuidad. No
es probable que la sesión de esta semana produzca tampoco este tipo de
mecanismos, a juzgar por el borrador casi definitivo que ha podido ver FP.
(Un diplomático occidental expresó una especial frustración por el
hecho de que el G-77, la mayor agrupación de países en desarrollo en el
seno de la Asamblea General de la ONU, hubiera rechazado la idea de
cualquier tipo de medida orientada a tener que rendir cuentas.)
Este es el defecto crucial de los ODM. Y que ha llevado a muchos,
incluyendo a Dessima Williams, la representante de Granada en las
conversaciones, a creer que ha habido “demasiada palabrería, demasiado
jugar con la idea romántica de los ODM”. Sin que exista alguien ante
quien responder, no hay manera de asegurarse de que llega la ayuda
prometida por los donantes o de que los gobiernos dan un buen uso al
dinero. Y de este modo, un proyecto que fue concebido por 189 cabezas de
Estado con el propósito de esquivar la política y conseguir que las
cosas se hagan de verdad se ha encontrado con que las viejas reglas
todavía siguen en funcionamiento. A menos que, cuando se reúnan en Nueva
York esta semana, nos sorprendan a todos.
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