América Latina es la región que registra más violencia
contra los activistas ambientales. Plantar cara a los emprendimientos
extractivos que ponen en riesgo los ecosistemas puede costar la vida,
sobre todo en países como Brasil, Colombia y Honduras.
¿Cuántos más?
Es la inquietante pregunta que da nombre al último informe de Global
Witness: la ONG ha contabilizado 116 activistas ambientales asesinados
en 2014, un 20% más que el año anterior. Las industrias minera y
extractiva (24 víctimas mortales), las presas hidroeléctricas (14), la
agroindustria (14) y la tala de árboles (10 muertos) son los principales
motivos de los conflictos ambientales que mantienen a miles de
ciudadanos en pie de guerra. América Latina, con 87 muertos, es la
región más peligrosa para quienes luchan por defender los ecosistemas de
los territorios que habitan. Detrás de esas muertes están, según esta
investigación, “los grandes terratenientes, los intereses empresariales,
los actores políticos y los miembros de la delincuencia organizada”.
Brasil
Con 29 personas asesinadas por defender la naturaleza, Brasil encabeza este macabro ranking.
Detrás de los números hay historias personales como la de Marinalva
Manoel, la joven indígena guaraní-kaoiwá que, a sus 27 años, fue
presuntamente violada y asesinada a cuchillazos. Su cuerpo fue hallado
al borde de la carretera en en estado de Mato Grosso do Sul, en la
frontera con Paraguay. En ambos países, la resistencia de las
comunidades guaraníes intenta frenar el avance del agronegocio, en
particular, de la soja transgénica y la caña de azúcar.
Los pueblos indígenas advierten que están dispuestos a morir por sus tierras, mientras que son sistemáticamente reprimidos por pistoleros mercenarios contratados por los terratenientes.
Como indica Global Witness, los asesinatos son el extremo de un amplio
abanico de represión que, muchas veces, comienza con amenazas de muerte,
hostigamiento a las comunidades, agresiones y judicialización de las
resistencias. La impunidad con que se dan estos comportamientos, junto
al “secretismo en torno al cual se negocian los acuerdos sobre recursos
naturales”, aumenta la espiral de violencia, según Billy Kyte, de Global
Witness. Por eso, afirma Kyte, “ha llegado la hora de que la comunidad
internacional reaccione e intervenga”.
La Comisión Pastoral de la Tierra (CPT) de Brasil, una de las
organizaciones más activas desde hace años en la lucha contra la
violencia en el campo, ha puesto cifras a esa impunidad. Su informe Asesinatos y juicios
cuantifica 1.270 casos de homicidios violentos en el campo brasileño
entre 1985 y 2013, con 1.680 víctimas y apenas 108 juicios realizados.
Para la CPT, esos datos atestiguan “las falencias de los órganos de justicia”,
que, con su inacción, perpetúa la violencia. La CPT, como Global
Witness, relaciona esta violencia con la concentración de la tierra y el
modelo de desarrollo basado en la extracción de recursos naturales.
Miembros del pueblo guaraní-kaiowá marcharon a Brasilia para exigir
que la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, escuche sus razones; la
mandataria no los recibió. Rousseff, desde sus tiempos de ministra con
Lula da Silva, se destacó por su visión neodesarrollista y su apuesta
por grandes obras, las mismas que rechazan los movimientos sociales
indígenas y campesinos. Notorio es el caso de Belo Monte, la
megarrepresa que se está construyendo en plena selva amazónica con la
oposición del pueblo originario Xingu y decenas de organizaciones
ecologistas de todo el mundo: pese a la resistencia, Rousseff utilizó Belo Monte en la campaña electoral del año pasado como ejemplo de la “grandeza”
de las obras públicas que está acometiendo el Estado brasileño. En
Brasil, como en el resto de la región, estos proyectos se anuncian como
un avance del “desarrollo”, pero las comunidades afectadas sienten que
se les arrebata su riqueza.
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