Esgmpbal: Pobres en agua, ricos en problemas Ana Mangas



La escasez de recursos hídricos y el descontento social en la cuenca de los ríos Tigris y Éufrates.
Niños iraquíes se bañan en las aguas del río Eúfrates cerca de la ciudad de Kerbala. AFP/Getty Images
¿La escasez de agua tuvo algo que ver con la revolución en Siria? Sí y no. Sería un error considerarla como el principal causante del descontento popular que se alzó contra el régimen  de Bashar al Assad, originado por factores de diversa naturaleza. Sin embargo, no debe ser subestimado el efecto desestabilizador que pudo tener.
Antes de la primavera siria de 2011, el país vivió unos durísimos años de sequía. Los recursos hídricoscayeron a la mitad entre 2002 y 2008, en parte por el mal uso, y la agricultura colapsó por una conjunción de dinámicas demográficas, cambio climático, técnicas de riego ineficaces y una actitud negligente del régimen, al haber incentivado el cultivo de algodón y trigo, que consume gran cantidad del agua en un país de recursos hídricos limitados. Las consecuencias fueron devastadoras: 1,3 millones de personas fueron víctimas de la sequía y más de 800.000 sirios perdieron por completo el modo de ganarse la vida. Muchos agricultores, sobre todo hombres jóvenes, no tuvieron más remedio que emigrar a la ciudad. Allí se toparon con el desempleo y la desesperanza.
Algunos expertos sostienen la teoría de que este desplazamiento interno y la absoluta pasividad del régimen a la hora de hacer frente a esta crisis en las zonas rurales forman parte de la ecuación de la revolución siria. El flujo de refugiados generó un gran estrés sobre el suministro urbano de agua, segúnla ONU, y la frustración de esos jóvenes, que soportaban malas condiciones de vida en las ciudades, podría haber avivado el descontento social y las protestas contra el Gobierno de Al Assad, apunta el periodista estadounidense Thomas Friedman.
Hoy el problema parece traspasar las fronteras de Siria. Jordania vive su propia escasez de recursos hídricos, como la mayoría de los Estados de Oriente Medio, y ahora se ve obligada a compartirlos con los más de 500.000 refugiados sirios. La subida de los precios de agua ya ha generado rechazo hacia los refugiados entre las poblaciones locales jordanas y el Gobierno de Amán teme que pudieran derivar en inestabilidad social. De hecho, cada vez parece más evidente que la falta de respuesta de los países a la hora de abordar las crisis derivadas de la falta de agua erosiona la legitimidad de sus gobiernos y sus dramáticas consecuencias pueden ser expresadas a través de distintas formas de violencia.
En unas condiciones símiles está Irak. El suministro de agua en este país, que es su día vio nacer la civilización mesopotámica a orillas de los ríos Tigris y Éufrates, se enfrenta a pronósticos escalofriantes: las predicciones indican que “el caudal del Éufrates se reducirá más de un 50% y el del Tigris más de un 25% para 2025”, según la ONU. La escasez hídrica iraquí se debe al aislamiento vivido durante la era Saddam y los años de conflictos, que han dificultado la inversión en infraestructuras y la puesta en marcha  de buenas políticas de gestión de este recurso, pero también por su situación geográfica desventajosa: las aguas que bañan tierras iraquíes ha pasado antes por Turquía, Siria e Irán, que han construido presas y desarrollado sistemas de irrigación sin importarles las repercusiones para su vecino.
A esta precaria situación se le añade el explosivo ingrediente étnico. La región autónoma kurda de Irak, en el noreste, no solo controla la mayoría de los recursos petroleros, también la mayor parte del caudal del Tigris y las presas del país. El intento de construir más represas o proyectos de irrigación en el Kurdistán iraquí, cada vez más independiente de facto de un sur azotado por brotes de violencia sectaria, podría exacerbar más aún el malestar de los agricultores de las provincias árabes, que ya han empezado a quejarse de que los kurdos les van a dejar sin agua ni trabajo. Los choques, a escala local, entre las comunidades a causa del agua acechan a la vuelta de la esquina.
A diferencia de sus vecinos Siria e Irak, claros perdedores en el reparto de los caudales de la cuenca del Tigris-Éufrates, Turquía parece cómoda con el status quo de las aguas de la región. Este país parte no solo de una ventaja geográfica –ambos ríos nacen en territorio turco–, sino también económica y militar. Además, Ankara siempre ha dejado claro que el agua es una cuestión de soberanía: “Siria e Irak no pueden reclamar los ríos de Turquía de la misma manera que Turquía no puede reclamar su petróleo […] Los recursos hídricos son de Turquía, el petróleo es de ellos. Nosotros no les pedimos que compartan su petróleo, ellos no pueden decirnos que compartamos nuestras aguas”, dijo el ex presidente turco Suleyman Demirel en 1992.
Aunque los últimos años Turquía, Siria e Irak se mostraron más proclives a impulsar la cooperación sobre las aguas de la cuenca del Tigris-Éufrates, la realidad es que los resultados han sido escasos. Estos países no han sido capaces de alcanzar ningún tipo de acuerdo regional –sí existen algunos acuerdo bilaterales–, algo imprescindible para acabar con las tensiones y las desconfianza relacionadas con el agua. Proyectos unilaterales como el turco GAP –configurado por 22 presas, 19 centrales eléctricas y un extenso sistema de irrigación– han seguido adelante, a pesar de las continuas quejas de Damasco y Bagdad. De este modo, se han ignorando las repercusiones que tiene este proyecto para sirios e iraquíes, así como las sensibilidades de comunidades, dentro del propio territorio turco, que se verán fuertemente afectadas económica y socialmente por GAP, como es el caso de Hasankeyf, una ciudad de mayoría kurda al sur de Turquía que será inundada para dar paso a la presa Ilisu. Ankara defiende su postura de modo rotundo frente a los detractores de GAP: el país necesita a toda costa este proyecto para desarrollar el sureste del país, más pobre que el resto de Turquía, así como para satisfacer el creciente consumo nacional eléctrico.
Existen ideas para optimizar la gestión de los recursos en la región, coordinar políticas y hacer del agua un instrumento de colaboración en vez de tensión. Pero, por el momento, la cruenta guerra civil en Siria, la frágil situación en Irak y una Turquía con muy pocos incentivos para promover el diálogo hacen que la cooperación en materia de agua en la región parezca más lejana que nunca, casi una quimera. Sin embargo, puede que un día Siria e Irak se recuperen de sus conflictos. ¿Qué pasará entonces? Los resentimientos hacia la política unilateral turca permanecerán intactos y la escasez de agua podría ser más grave que nunca.

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