El mismo terror, las mismas lágrimas Itxaso Domínguez de Olazábal (Esglobal)



Una joven en un acto en conmemoración a las víctimas del atentado en París. (Christopher Furlong/Getty Images)
Una joven en un acto en conmemoración a las víctimas del atentado en París. (Christopher Furlong/Getty Images)
“La violence, sous quelque forme qu’elle se manifeste, est un échec”, Jean Paul Sartre. 
Hace ya un siglo, Chesterton se aventuraba a valorar las acciones de los críticos de la religión más acérrimos : “Los hombres que comienzan luchando contra la Iglesia por el bien de la libertad y la humanidad acaban desechando esta libertad y humanidad si éstas se convierten en sus únicas armas para luchar contra la Iglesia […] Los secularistas no han arruinado lo divino. Los secularistas han arruinado el propio secularismo, si eso les sirve de consuelo”.
De manera similar, no son pocos los auto-proclamados liberales ansiosos por combatir el fundamentalismo que -no sólo hoy sino desde hace meses- se muestran dispuestos a sacrificar in extremis la libertad y la democracia de la que tanto se enorgullecen. La dialéctica entre libertad y seguridad marca inexorablemente la agenda política, la doctrina jurisprudencial y la controversia social. El ya manido debate en torno a la suspensión de Schengen se erige en símbolo de esta disyuntiva que en realidad significa las pulsiones más hobbesianas de todo ser humano. Un Schengen que pierde todo sentido cuando un Estado se ve atacado por sus propios nacionales, como ocurrió con el ataque a la redacción de Charlie Hebdo. En el caso de que alguno o varios atacantes hayan sido extranjeros, Schengen no deja de ser el chivo expiatorio en el que líderes y tertulianos de discurso fácil se escudan para evitar intentar entender por qué. ¿Por qué nuestro mundo sigue girando pero todos sentimos que una parte de nosotros está en el Bataclán?
Mientras los terroristas están dispuestos a derramar sangre en nombre de su ‘Dios misericordioso’ y del más allá -que interpretan a su manera-, nuestros adalides contra el terror están dispuestos a asolar el más acá escudándose en el odio al otro. En este caso, al musulmán. Ayer ‘Paris’ y ‘Muslims’ se convirtieron a la par en trending topics. No se hicieron esperar las voces que culpabilizaban al Islam -religión con 1.600 millones de creyentes- de la sinrazón de un puñado de psicópatas. El ‘Choque de Civilizaciones’ aplicado a la dialéctica más simplista y espolvoreado con toneladas de ignorancia. Ignorancia que no hace sino generar el mismo odio que desemboca en sangre derramada y esperanza hecha trizas. Son hordas de ignorantes los que deciden prescindir convenientemente del que sean musulmanes de todo tipo y condición los que día a día mueren a manos del terror más sódico. Musulmanes los que a todas horas se enfrentan a una sinrazón que además se sirve de sus convicciones más íntimas para justificar actos inhumanos. Musulmanes a los que obligamos a condenar actos con los que no solamente no tienen nada que ver, sino que además perciben con la misma confusión, sorpresa y rabia contenida que nosotros.
La portada del diario libanés L’Orient Le Jour no podía ser más certera: “la même terreur, les mêmes larmes”. La guerra que supuestamente ha sido declarada a Europa a Occidente no distingue entre nacionalidades, pertenencias, libros sagrados o tonos de piel. Los europeos somos víctimas y estamos en el ojo de mira, sí. También lo son y están ciudadanos de países como Líbano, Siria, Iraq, Egipto, Rusia… Estos últimos meses he tenido que preguntarme con lágrimas en los ojos por el presente y futuro de seres queridos en Egipto, en Beirut, en Baghdad y París. Puede que suene desorbitado, pero Daesh, sus predecesores, sus acólitos, imitadores y simpatizantes han declarado la guerra a la Humanidad. Contra la propia esencia del ser humano. Eso es, a ti y a mí. A mi sobrina y a tu vecino. Todo apunta a que la lucha será larga y aún, si cabe, más dolorosa.
Tampoco han tardado algunos en hacer sonar las alarmas contra terroristas disfrazados de refugiados sirios. Como si no hubiesen tenido bastante con enfrentarse aquí, allí y en el camino, a la muerte y a la desesperanza más profunda. Los defensores del legado judeo-cristiano de Europa frente a la amenaza de la inmigración no se circunscriben a ‘Viktator’ Orban y Marine Le Pen. Ojalá fuera así. Líderes populistas, fanáticos y ciudadanos de a pie, con la excusa de defender a capa y espada los valores europeos, se muestran dispuestos a capotear el verdadero núcleo de la herencia cristiana: todo individuo -poco importa su origen o destino- está autorizado a dejarse abrazar y guiar por un sistema de creencias universal, que en la Unión Europea ha adoptado la forma de derechos y libertades fundamentales. Esta narrativa encandila y convence hasta que los que reclaman este amparo no resultan ser tan “europeos” como algunos quisieran. Mucho se habla de celebrar la riqueza de otras culturas, hasta que esta riqueza nos deja de interesar, nos resulta difícil de comprender, e incluso, según algunos, pone en peligro nuestra identidad. Como si la definición de ésta última estuviese grabada en piedra en un lugar recóndito sólo accesible a los más “puros”. De nada vale que ya sepamos, a fuerza de dolorosas lecciones -que no por lejanas en el tiempo dejan de aparecerse en nuestras peores pesadillas- lo que la palabra “puro” trajo consigo en Europa.
Tiempo tendremos de analizar con distancia y toda la frialdad de la que seamos capaces cuál es el papel que juegan el rechazo al multiculturalismo -quizás el único antídoto contra tanto odio- y el fracaso de las políticas de integración. En valorar pactos antijihadistas, bombardeos por aire o invasión por tierra. La responsabilidad de Arabia Saudí y otros aliados de Occidente que campan a sus anchas sobre el filo de la navaja del extremismo. Esta barbarie deja claras muchas cosas, deja abiertas muchas otras, pero lo que no podemos dejar pasar de largo -por enésima vez- es que este ataque deja patente que algo anda mal en un continente que llevaba décadas prometiendo estabilidad, prosperidad, derechos fundamentales e inclusiión. Buscar culpables sobre los que descargar toda nuestra rabia es humano y comprensible. Lo que tendríamos que evitar a toda costa es caer en el debate ‘nosotros contra ellos’. En alimentar diatribas innecesarias sobre identidades y pertenencias.
La “identidad europea” no deja de ser una construcción arbitraria. Somos europeos, sí. Pero ¿qué significa ser europeos? En mi opinión, ésta es la eterna pregunta que moldea Europa, debate a debate, idea a idea, incluso golpe a golpe. Por inabarcables y titánicas que se muestren, y precisamente porque nos definen, no podemos permitir que estas interrogaciones nos paralicen. Ni debemos amedrentarnos ante las voces de Casandra que amenazan con el fin de una identidad europea que únicamente llegará cuando la propia Europa deje de existir. No lo olvidemos: Europa no sólo la definimos los europeos, la definen los de aquí y allí, lo define Jean-Luc, Mahmoud, Federico, Chan o Yashid. Europa de todos o Europa de nadie.

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