“La violence, sous quelque forme qu’elle se manifeste, est un échec”, Jean Paul Sartre.
Hace ya un siglo, Chesterton se aventuraba a valorar las acciones de
los críticos de la religión más acérrimos : “Los hombres que comienzan
luchando contra la Iglesia por el bien de la libertad y la humanidad
acaban desechando esta libertad y humanidad si éstas se convierten en
sus únicas armas para luchar contra la Iglesia […] Los secularistas no
han arruinado lo divino. Los secularistas han arruinado el propio
secularismo, si eso les sirve de consuelo”.
De manera similar, no son pocos los auto-proclamados liberales
ansiosos por combatir el fundamentalismo que -no sólo hoy sino desde
hace meses- se muestran dispuestos a sacrificar in extremis la
libertad y la democracia de la que tanto se enorgullecen. La dialéctica
entre libertad y seguridad marca inexorablemente la agenda política, la
doctrina jurisprudencial y la controversia social. El ya manido debate
en torno a la suspensión de Schengen se erige en símbolo de esta
disyuntiva que en realidad significa las pulsiones más hobbesianas de
todo ser humano. Un Schengen que pierde todo sentido cuando un Estado se
ve atacado por sus propios nacionales, como ocurrió con el ataque a la
redacción de Charlie Hebdo. En el caso de que alguno o varios
atacantes hayan sido extranjeros, Schengen no deja de ser el chivo
expiatorio en el que líderes y tertulianos de discurso fácil se escudan
para evitar intentar entender por qué. ¿Por qué nuestro mundo sigue
girando pero todos sentimos que una parte de nosotros está en el
Bataclán?
Mientras los terroristas están dispuestos a derramar sangre en nombre
de su ‘Dios misericordioso’ y del más allá -que interpretan a su
manera-, nuestros adalides contra el terror están dispuestos a asolar el
más acá escudándose en el odio al otro. En este caso, al musulmán. Ayer
‘Paris’ y ‘Muslims’ se convirtieron a la par en trending topics.
No se hicieron esperar las voces que culpabilizaban al Islam -religión
con 1.600 millones de creyentes- de la sinrazón de un puñado de
psicópatas. El ‘Choque de Civilizaciones’ aplicado a la dialéctica más
simplista y espolvoreado con toneladas de ignorancia. Ignorancia que no
hace sino generar el mismo odio que desemboca en sangre derramada y
esperanza hecha trizas. Son hordas de ignorantes los que deciden
prescindir convenientemente del que sean musulmanes de todo tipo y
condición los que día a día mueren a manos del terror más sódico.
Musulmanes los que a todas horas se enfrentan a una sinrazón que además
se sirve de sus convicciones más íntimas para justificar actos
inhumanos. Musulmanes a los que obligamos a condenar actos con los que
no solamente no tienen nada que ver, sino que además perciben con la
misma confusión, sorpresa y rabia contenida que nosotros.
La portada del diario libanés L’Orient Le Jour no podía ser
más certera: “la même terreur, les mêmes larmes”. La guerra que
supuestamente ha sido declarada a Europa a Occidente no distingue entre
nacionalidades, pertenencias, libros sagrados o tonos de piel. Los
europeos somos víctimas y estamos en el ojo de mira, sí. También lo son y
están ciudadanos de países como Líbano, Siria, Iraq, Egipto, Rusia…
Estos últimos meses he tenido que preguntarme con lágrimas en los ojos
por el presente y futuro de seres queridos en Egipto, en Beirut, en
Baghdad y París. Puede que suene desorbitado, pero Daesh, sus
predecesores, sus acólitos, imitadores y simpatizantes han declarado la
guerra a la Humanidad. Contra la propia esencia del ser humano. Eso es, a
ti y a mí. A mi sobrina y a tu vecino. Todo apunta a que la lucha será
larga y aún, si cabe, más dolorosa.
Tampoco han tardado algunos en hacer sonar las alarmas contra
terroristas disfrazados de refugiados sirios. Como si no hubiesen tenido
bastante con enfrentarse aquí, allí y en el camino, a la muerte y a la
desesperanza más profunda. Los defensores del legado judeo-cristiano de
Europa frente a la amenaza de la inmigración no se circunscriben a
‘Viktator’ Orban y Marine Le Pen. Ojalá fuera así. Líderes populistas,
fanáticos y ciudadanos de a pie, con la excusa de defender a capa y
espada los valores europeos, se muestran dispuestos a capotear el
verdadero núcleo de la herencia cristiana: todo individuo -poco importa
su origen o destino- está autorizado a dejarse abrazar y guiar por un
sistema de creencias universal, que en la Unión Europea ha adoptado la
forma de derechos y libertades fundamentales. Esta narrativa encandila y
convence hasta que los que reclaman este amparo no resultan ser tan
“europeos” como algunos quisieran. Mucho se habla de celebrar la riqueza
de otras culturas, hasta que esta riqueza nos deja de interesar, nos
resulta difícil de comprender, e incluso, según algunos, pone en peligro
nuestra identidad. Como si la definición de ésta última estuviese
grabada en piedra en un lugar recóndito sólo accesible a los más
“puros”. De nada vale que ya sepamos, a fuerza de dolorosas lecciones
-que no por lejanas en el tiempo dejan de aparecerse en nuestras peores
pesadillas- lo que la palabra “puro” trajo consigo en Europa.
Tiempo tendremos de analizar con distancia y toda la frialdad de la
que seamos capaces cuál es el papel que juegan el rechazo al
multiculturalismo -quizás el único antídoto contra tanto odio- y el
fracaso de las políticas de integración. En valorar pactos
antijihadistas, bombardeos por aire o invasión por tierra. La
responsabilidad de Arabia Saudí y otros aliados de Occidente que campan a
sus anchas sobre el filo de la navaja del extremismo. Esta barbarie
deja claras muchas cosas, deja abiertas muchas otras, pero lo que no
podemos dejar pasar de largo -por enésima vez- es que este ataque deja
patente que algo anda mal en un continente que llevaba décadas
prometiendo estabilidad, prosperidad, derechos fundamentales e
inclusiión. Buscar culpables sobre los que descargar toda nuestra rabia
es humano y comprensible. Lo que tendríamos que evitar a toda costa es
caer en el debate ‘nosotros contra ellos’. En alimentar diatribas
innecesarias sobre identidades y pertenencias.
La “identidad europea” no deja de ser una construcción arbitraria.
Somos europeos, sí. Pero ¿qué significa ser europeos? En mi opinión,
ésta es la eterna pregunta que moldea Europa, debate a debate, idea a
idea, incluso golpe a golpe. Por inabarcables y titánicas que se
muestren, y precisamente porque nos definen, no podemos permitir que
estas interrogaciones nos paralicen. Ni debemos amedrentarnos ante las
voces de Casandra que amenazan con el fin de una identidad europea que
únicamente llegará cuando la propia Europa deje de existir. No lo
olvidemos: Europa no sólo la definimos los europeos, la definen los de
aquí y allí, lo define Jean-Luc, Mahmoud, Federico, Chan o Yashid.
Europa de todos o Europa de nadie.
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