Cinco razones por las que Occidente está perdiendo la lucha contra el islam radical Jesús A. Núñez Villaverde (Esglobal)
¿Por qué está fracasando la estrategia frente al terrorismo yihadista? Un repaso a las principales equivocaciones que están cometiéndose.
Ni Occidente habla con una sola voz, ni el islamismo radical es un
movimiento monolítico. En consecuencia, tampoco puede haber una
interpretación única sobre las interacciones entre ambos actores. Aun
así, es posible identificar errores -unos interesados y otros como
producto de la simple ignorancia- que permiten pronosticar que, si no se
produce un giro radical en la estrategia frente a lo que comúnmente se
presenta como una amenaza a la seguridad mundial, el fracaso está a la
vuelta de la esquina.
El confuso manejo de los conceptos.
Sin que tenga ningún derecho de autor sobre la idea, nadie ha tenido
tanta influencia a la hora de convertir al islam en el nuevo enemigo a
batir como Samuel P. Huntington. En 1993, con su concepto del “choque de
civilizaciones”, logró un impacto global con unos argumentos que
pretendían no solamente explicar el mundo de la postguerra fría sino
también convertirse en el nuevo guía estratégico para unos Estados
Unidos al que se le presentaba la oportunidad histórica de liderar el
planeta en solitario. El islam -como sustituto del comunismo- pasó desde
entonces a ocupar el lugar del “otro”, del “enemigo” obstinado en
imponer sus ideas a nivel global por cualquier vía.
La idea -en un momento de desorientación estratégica tras el fin de la confrontación bipolar y cuando las costuras del statu quo
impuesto por Londres y París, primero, y Washington, después, mostraban
abiertamente su insostenibilidad frente a unas sociedades
árabo-musulmanas deseosas de librarse de gobernantes locales corruptos e
ineficientes apoyados por Occidente- fue bien acogida tanto por
gobiernos occidentales como por la OTAN y otros actores.
En lugar de analizar las causas estructurales que explicaban el
descontento de la ciudadanía de esos países, se emprendió una huida
hacia adelante que, para hacer más visible aún la supuesta maldad
intrínseca del islam, optó por mezclar conceptos que todavía hoy se usan
indebidamente. Así, se ha ido creando un estado de opinión que no suele
distinguir entre una creencia religiosa (islamismo), una opción
política concreta (el islamismo radical) y una expresión de violencia
extrema (el terrorismo yihadista). Es cierto que de ese modo,
metiendo a todo lo que se asociase a islam en un mismo saco y
magnificando la importancia del nuevo enemigo, se logró sumar a muchos
aliados occidentales temerosos de perder sus privilegios, pero a cambio
se ha acentuado todavía más el antioccidentalismo de muchos ciudadanos
de esos países, que se sienten señalados como enemigos por sus creencias
o apuestas políticas, y se ha dificultado aún más la lucha contra la
verdadera amenaza (el terrorismo yihadista), al robustecerla y al perder aliados tan necesarios como todos los islamistas que rechazan la violencia.
La incoherencia entre valores y principios e intereses.
Aunque el discurso occidental parezca apostar por la defensa de valores
y principios de supuesta validez universal, la realidad cotidiana
muestra claramente que es la desnuda defensa de intereses lo que
fundamenta sus relaciones con los países de identidad islámica.
Intereses principalmente geoeconómicos, derivadosde la significativa
dependencia energética de los hidrocarburos que muchos de ellos
atesoran. La seguridad energética, en último término, lleva a creer en
demasiadas ocasiones que existen atajos que nos pueden garantizar unos
suministros tan vitales, a cambio de mirar para otro lado cuando
nuestros interlocutores violan los derechos de sus propias poblaciones o
quebrantan la ley internacional.
Si fuera necesario ejemplificar esta pauta general de comportamiento,
no hay ningún caso tan patente como el que afecta al régimen saudí. No
hay nada en su gestión interna que se acomode a los fundamentos propios
de un Estado de derecho, mientras que en el terreno de la política
exterior existen sobradas evidencias sobre su implicación en la
financiación del terrorismo yihadista. Aun así, tanto
Washington (principal suministrador de armas y primer sostén de su
seguridad) como el resto de las capitales occidentales prefieren
mantener la ficción de que la casa de los Saud es un “régimen árabe
moderado”. Mientras no entendamos que la defensa de valores y principios
es precisamente la mejor vía para defender nuestros intereses
seguiremos reforzando a gobernantes impresentables y, de paso,
alimentando el sentimiento antioccidental de poblaciones que desean
librarse de sus propios gobernantes y que constatan que uno de sus
principales puntos de apoyo para mantenerse en el poder es un Occidente
que siempre prefiere “lo malo conocido”, ante el temor de que cualquier
alternativa pretenda modificar un statu quo que nos resulta tan favorable desde hace décadas (sirva Egipto de ejemplo).
La persistencia de una visión aferrada al pasado.
Lastrados por una visión de superioridad en la que se entremezclan
resabios neocolonialistas y paternalistas, se constata una enorme
resistencia occidental a aceptar la necesidad del cambio de paradigma en
las relaciones con los países árabo-musulmanes. Un paradigma que,
primero, provocó la división artificial de territorios para conformar
Estados nacionales que no se correspondían con los deseos de las
poblaciones locales, sino con los de las potencias europeas interesadas
en aplicar una vez más el eterno principio de “divide y vencerás”. A
continuación se apostó por líderes locales que estuvieran dispuestos a
aceptar su papel subordinado en el juego (a cambio de disfrutar sin
trabas externas de las riquezas que amasaran a espaldas de su propia
ciudadanía), sin importar cuál era su nivel de compromiso democrático o
su modelo de desarrollo nacional. En definitiva, se sacralizó un
determinado statu quo que preservaba los privilegios
occidentales en connivencia con unos gobernantes locales crecientemente
fracasados y autoritarios, todo ello al margen de las expectativas y
demandas de unas poblaciones que ya desde más de tres décadas crece a
ritmos muy superiores al de las economías nacionales.
Es así -atados a un modelo que pudo haber sido útil en su momento,
pero que hoy es ética y políticamente insostenible- cómo se explica la
ambigüedad occidental (cuando no el rechazo apenas disimulado) ante la
mal llamada “primavera árabe”. Las movilizaciones ciudadanas que han
provocado la caída de cuatro dictadores árabes (aunque no han logrado,
salvo en Túnez, encarar un cambio de sistema) y han activado a amplios
colectivos en muchos otros Estados son el reflejo de fallas
estructurales que cuestionan tanto a los gobiernos locales como al
modelo de relaciones con Occidente. Ese caldo de cultivo -en el que
confluyen deficiencias sociales, políticas y económicas que afectan a
amplias capas de la población con la persistencia de dobles varas de
medida a nivel internacional para juzgar la actuación de diferentes
países (con Israel como referente)- ha sido muy bien aprovechado por el
islamismo radical (ahí están para demostrarlo los resultados electorales
de Hamás, Ennahda, los Hermanos Musulmanes y Justicia y Desarrollo
entre tantos otros). Ese inusitado resurgimiento del islam político está
provocando el pánico occidental, ante la posibilidad de encontrarse a
corto plazo con nuevos interlocutores que no estén dispuestos a aceptar
el papel subordinado que las potencias occidentales han reservado hasta
hoy a los gobernantes del mundo árabo-musulmán.
Si no estamos dispuestos a aceptar el reto que supone la libre
expresión de la ciudadanía árabe, además de incoherentes con nuestros
propios postulados democráticos, estaremos adoptando una actitud suicida
que solo augura mayores niveles de inestabilidad.
La sobredimensionada valoración de la amenaza.
Las habituales y alarmistas declaraciones de nuestros gobernantes nos
pueden hacer pensar que estamos en “guerra” contra el islamismo radical
(confundiéndolo a menudo con el terrorismo yihadista) y que
este último es la amenaza más importante de la agenda de seguridad
mundial. Sin embargo, los análisis detallados sobre el problema siguen
mostrando que, desde una perspectiva occidental, no está en condiciones
de provocar el colapso de ningún Estado funcional ni de provocar grandes
matanzas (comparados con muchas otras amenazas).
Es, por supuesto, una amenaza bien real, pero ni Al Qaeda ni Daesh ni
ningún otro grupo yihadista tiene hoy la capacidad de subvertir el
orden internacional y ni siquiera de sostener en el tiempo sus
delirantes califatos. Por lo que respecta al número de víctimas mortales
que provoca, las cifras acumuladas desde 2000 muestran que no más de un
5% de todos los atentados cometidos en el planeta han tenido como
objetivo a ciudadanos occidentales. Conviene, por tanto, ponderar
adecuadamente la gravedad del problema para no dejarse llevar por un
alarmismo que, más bien, parece interesado en alimentar el temor
generalizado en nuestras calles como mecanismo preferente para ir
recortando progresivamente el marco de derechos y libertades que nos
definen como sociedades abiertas (con la falsa promesa de mayor
seguridad).
Los errores en la respuesta. Nada de esto significa que el problema que plantea el yihadismo
no sea serio. Lo que interesa entender, como mero balance de la
experiencia acumulada en este terreno, es que mientras la respuesta siga
siendo cortoplacista y casi exclusivamente centrada en el protagonismo
de los medios militares (ayer en Afganistán e Irak y hoy en Siria e Irak
nuevamente, sin olvidar Malí, Somalia o Nigeria) no habrá modo alguno
de resolverlo. Es obvio que llegados al punto de amenaza que hoy
representa Daesh es necesario apelar a los instrumentos militares. Pero
si esto no va acompañado en mayor medida de estrategias sociales,
políticas y económicas, que atiendan a las causas estructurales que
alimentan la radicalización y el yihadismo, lo máximo que se
puede lograr es apenas ganar algún tiempo hasta que el peligro brote
nuevamente, más reforzado y menos dispuesto a la negociación.
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