Decadencia económica e intelectual, pésima influencia internacional, una elite política que sufre el síndrome de Versalles… ¿Adiós a la Francia gloriosa?
Nadie se dedica a criticar a Francia con más entusiasmo que los propios franceses. Hace un año, Le Suicide Français
subió como un cohete hasta lo más alto de la lista de libros más
vendidos. La obra, una condena general y desmesurada de todo lo que ha
sucedido en Francia desde 1968 −la liberación de la mujer, los derechos
de los homosexuales, la llegada de inmigrantes de África, el capitalismo
de consumo y la Unión Europea−, afirma que todas estas fuerzas han
contribuido a desmantelar la nación construida con tantos esfuerzos
desde Luis XIV hasta Charles de Gaulle. El autor es un columnista
político nacido en Constantina, en la Argelia colonial, que utiliza con
frecuencia la palabra virilidad para hablar del país de cuya
lenta decadencia −lo que considera como tal− se lamenta. Dice que
Francia es una sociedad aparentemente próspera pero podrida en su
interior. Su falsa riqueza no es más que una máscara que oculta la
descomposición.
Que un hombre que es judío tenga que recurrir a este tropo tan manido
en la literatura del declive, empleado ya con resultados letales por el
violento antisemita Edouard Drumont en su periódico La France Juive y su panfleto Los judíos contra Francia
en pleno caso Dreyfus, hace más de un siglo, es sintomático del confuso
debate identitario que atenaza actualmente a Francia. “Todo se
desmoronará, todo se desmorona”, escribió Louis Ferdinand Céline en su
brillante novela de 1932 Viaje al fin de la noche. Pero Eric
Zemmour no es Céline; como muchos de sus colegas, tiene un dominio muy
imperfecto de la lengua francesa, muy inferior al de la generación de
posguerra, la de Albert Camus, Raymond Aron, Henri de Montherlant y
Simone de Beauvoir. El hecho de que se venere como intelectuales a
personas como Zemmour y Bernard-Henri Lévy, cuyos escritos son
derivativos y superficiales, dice mucho del declive de Francia, un país
que desde Voltaire ha convertido, como ningún otro país en Europa, a sus
escritores más destacados en figuras casi sagradas.
La importancia del intelectual comprometido, cuya obligación era
poner en tela de juicio las ortodoxias establecidas y defender los
intereses del pueblo oprimido, se ha sobrevalorado. Jean-Paul Sartre y
Simone de Beauvoir no se unieron a la Résistance en 1940, ni
tampoco muchos de sus contemporáneos. Veinte años más tarde, cuando el
ministro del Interior del gobierno de De Gaulle sugirió detener a
Sartre, que estaba encabezando manifestaciones a favor de la
independencia de Argelia, el Presidente francés respondió: “On n’arrête
pas Monsieur Sartre”. Los textos y las polémicas del autor francés eran
seguidos con gran interés por los círculos culturales de todo el mundo,
pero está por ver que tuvieran mucho peso en la política. Cuando
Bernard-Henri Lévy dice en Bengasi en 2011 que había influido en la
decisión de Nicolas Sarkozy de intervenir en Libia, la enorme cobertura
de que es objeto en los medios de comunicación galos es un síntoma de
declive, por no decir de decadencia. Lo sublime se ha convertido en
ridículo.
En París, la rive gauche es hoy una mera sombra de su pasado
glorioso. El sistema de enseñanza superior del país, infradotado, está
deshilachándose, como indica la mala posición de las universidades
francesas en la clasificación de Shanghai. La élite que sale de ellas es
menos sofisticada, menos meritocrática y más tecnocrática que las del
siglo XX. François Hollande y Nicolas Sarkozy hablan un francés
gramaticalmente correcto, pero su dominio de esta orgullosa lengua no es
nada en comparación con el de sus predecesores, como Valéry Giscard
d’Estaing y François Mitterrand. El país está aquejado, en palabras del
historiador Pierre Nora, de un “provincialismo nacional”. Las ideas que
acabaron con el bloque soviético e inspiraron las revueltas árabes no
salieron de París. Los tiempos de Frantz Fanon y Los condenados de la tierra pertenecen a un pasado hace tiempo enterrado.
El ocaso de la prensa francesa, bien contado hace poco por Philippe
Thureau Dangin, es otro síntoma de lo que el autor llama “nuestra
miseria intelectual y política, así como económica”. Con algunas
excepciones como Mediapart, el equivalente digital al semanario satírico
Le Canard Enchainé y La Croix, es inútil buscar algo que se parezca ni de lejos a The Economist, The Guardian, The Financial Times, The London Review of Books u openDemocracy. Publicaciones como Die Zeit, Spiegel o el Frankfurter Allgemeine Zeitung, y desde luego, The New Yorker, la New York Review of Books o The New York Times no
existen a orillas del Sena. Con todo, el canal franco-alemán de
televisión ARTE demuestra que, cuando se quiere, se puede; los
productores franceses son perfectamente capaces de realizar debates y
análisis de gran calidad. Llama la atención también el hecho de que no
hay ningún think tank en París que tenga tanto peso en el
debate internacional como el International Institute for Strategic
Studies y otros en Londres.
El capitalismo francés, por su parte, ya no funciona. Desde hace una
generación, ningún presidente ni consejo de administración ha hecho gran
cosa para impedir el deterioro gradual de la economía. Pero hacer caso
omiso de los problemas ha dejado de ser una opción. Hace 20 años, uno de
los diplomáticos más respetados del país, que se ha retirado
recientemente después de dirigir la diplomacia de la UE, me dijo que la
maquinaria de Estado en Francia estaba parada: “Les vitesses ne passent
plus” (las velocidades ya no entran). La sociedad parece dividida de
forma irreconciliable entre derecha e izquierda y se niega a aceptar el
análisis del sobrino del príncipe en la famosa novela El gatopardo de Tommaso di Lampedusa: “Todo tiene que cambiar para que todo siga igual”.
Las cifras hablan por sí solas. El gasto público representa el 57%
del PIB, 11 puntos más que en Alemania. El Gobierno da trabajo a 90
funcionarios por cada 1.000 habitantes, frente a 50 en Alemania. Desde
que comenzó la regionalización, un desastre sin paliativos, hace 30
años, se han creado más de un millón de empleos públicos; sólo en el
último año, 87.000. La deuda nacional se aproxima al 100% del PIB, y el
82% de los nuevos puestos de trabajo creados el año pasado fueron
temporales, frente al 70% hace cinco años. Hay una generación entera
condenada a vivir en la precariedad; los mejores y más audaces se van a
Londres, Berlín, Estados Unidos o Asia. Muchos socialistas parecen creer
que a Francia le iría muy bien si el resto del mundo desapareciera del
panorama o, por lo menos, aprendiera a trabajar menos. Es muy
comprensible que los franceses se enorgullezcan de su modelo social,
pero al país le es cada vez más difícil financiarlo. Es tentador
decirles: olvidaos de Versalles y concentraos en el siglo XXI. Dicho
esto, es el país que recibe más turistas extranjeros del mundo, deseosos
de probar la comida, la cultura y la historia francesas. Lo cual es
estupendo, salvo que convertirse en una Disneylandia para pijos, por
mucho que genere ingresos y puestos de trabajo, no suple la falta de
poder e influencia.
Las consecuencias de todo esto para la posición internacional de
Francia, sobre todo en Europa, son pésimas. El país no está al borde de
la bancarrota, no puede compararse con España ni mucho menos con Grecia.
Alberga numerosas empresas multinacionales importantes como LVMH,
Michelin, Airbus y muchas farmacéuticas. Posee un sistema de salud
eficaz y una demografía más sólida que Alemania, España e Italia, pero
la mitad de la capitalización del índice bursátil CAC40 está en manos
extranjeras. Debe hacer frente a la realidad, porque, si continúa su
decadencia, la responsabilidad recaerá cada vez más en Alemania, y eso, a
medio plazo, no es una receta beneficiosa para Europa.
François Hollande parece demasiadas veces estar a las órdenes de
Angela Merkel, ya se trate de la crisis de Ucrania o de la ola de
refugiados que inunda Europa. La nación que antes dominaba el continente
con orgullo tiene que reconocer hoy que es Berlín el que marca el paso.
Y esa es una situación odiosa para los franceses, siempre tan atentos a
las apariencias como a la sustancia. La arrogancia de Nicolas Sarkozy a
duras penas escondía el hecho de que casi siempre era la Canciller
alemana la que decidía. Hollande tiene aspecto de mayordomo. El
economista de Harvard Kenneth Rogoff dice que “Alemania no puede llevar
todo el peso del euro sobre sus hombros indefinidamente. Francia tiene
que ser el segundo pilar de crecimiento y estabilidad”.
Igual que en el caso del Reino Unido, como se sienta en el Consejo de
Seguridad de la ONU, Francia sigue teniendo una imagen de poder en el
mundo. Pero su influencia ha disminuido en los últimos años. Al oponerse
de forma sistemática a toda la política exterior de su predecesor,
Jacques Chirac, Sarkozy (con sus críticas a China en materia de derechos
humanos, el acercamiento a Israel sin criticar la situación en
Palestina y la mayor aproximación a Estados Unidos en 50 años) no solo
no reforzó la influencia francesa en el mundo sino que la redujo. Su
aventura en Libia ha tenido consecuencias desastrosas. La imagen del
país ya no es la de la potencia relativamente independiente (gaullista),
que comprendía el mundo árabe, sino la de un lacayo de EE UU. Con la
extensión de las revueltas árabes, las políticas de Sarkozy tuvieron un
pesado coste.
La inestabilidad económica, unida al estado de enorme confusión en el
mundo, ha debilitado a Francia. Oriente Medio es un reto importante,
pero, cuando el ministro de Exteriores Laurent Fabius hizo de poli malo frente al poli bueno
que era el estadounidense John Kerry, hasta los propios diplomáticos
galos se sintieron incómodos. El presidente Hollande manda unos cuantos drones
a Siria pero su voz, como la de su homólogo en Londres, David Cameron,
cuenta poco. El presupuesto militar se ha recortado enormemente, y
Francia puede hacer poco más que cumplir sus obligaciones en Malí y
África Central. Las imágenes de prensa y televisión son engañosas, como
bien saben los mandos militares franceses y británicos. Hoy hay poco
poder que proyectar, y en concreto, en la cuestión de Siria,
diplomáticos veteranos como el distinguido diplomático argelino y
antiguo enviado especial de Naciones Unidas Lakhdar Brahimi han dejado
claro que, si no se tiene en cuenta a Rusia e Irán, no hay nada que
hacer.
Los techos de cinco metros y los elaborados estucos del Palacio del
Elíseo y los grandiosos edificios dieciochescos desde los que gobiernan
Francia los principales ministros, empezando por el jefe de gobierno,
hablan de un país rico y poderoso. Pero, igual que sucedía en Versalles
antes de 1789, tienden a atrapar a sus ocupantes en una burbuja muy
alejada de la vida cotidiana. Dos tercios de los diputados en la
Asamblea son funcionarios. Con le cumul des mandats (la
acumulación de mandatos), muchos de ellos son al mismo tiempo alcaldes o
consejeros regionales, y pasan toda su vida como políticos
profesionales, en cargos muy bien remunerados, con cuentas de gastos
holgadas y generosas pensiones. Un documental reciente, Le Pouvoir,
muestra el aislamiento de los presidentes franceses. En cuanto a los
debates en televisión, cada vez más ruidosos, en los que intervienen los
mismos rostros desde hace una generación, ¿reflejan verdaderamente la France profonde?
Quién sabe. Los medios parisinos tienen en común con la clase política
que su renovación está siendo de una lentitud exasperante en comparación
con los de Alemania o el Reino Unido, que están más conchabados que los
de Berlín y Londres.
A veces, Francia se sorprende a sí misma, como cuando el economista
galo Thomas Piketty saltó a la fama el año pasado con un libro sobre el
aumento de las desigualdades en el mundo occidental. Se entusiasmó
cuando el director de la Facultad de Económicas de Toulouse obtuvo el
premio Nobel. Pero el premio fue una espada de doble filo, porque el
nombre de Jean Tirol era desconocido para la élite parisina. Toulouse es
una de las ciudades más dinámicas y de más vida intelectual del país,
pero está muy lejos de París. El síndrome de Versalles volvía a
hacerse notar dos siglos después. Nos queda la esperanza de que las
consecuencias no sean hoy tan terribles como en 1789.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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