« En el Día del Juicio
Final pesarà la tinta de los sabios y la sangre de los màrtires. No habrà
ninguna diferencia entre ambas »
Profeta Muhammad (SAS)
Escuchar a Yamna hablar, cuando es posible, es navegar entre la realidad y la ficción. Se tomaba por una de las muchas víctimas de los vendedores de ilusiones de esta ciudad. Su vocabulario, limitado pero preciso y conciso, nunca lograba traducir sus sutiles ideas. Cuando sonreía parecía una mariposa en la luz... cuando lloraba volvía a ser lo que era en realidad: un espantoso misterio. Sentada de rodillas, como a ella le gustaba, comía el horizonte con apetito, sintiendo como un sorbo de placer el flujo y reflujo de las olas del fuerte viento que sacudían las inmaduras espigas de trigo. De repente se dió cuenta de que ella respiró siempre el campo. « Creo que tengo una vocación campesina », pensó recordando las continuas bromas de R’Kucha cuando la trataba de jeblía[1]
Se cansó de esperar el alba de
una nueva era. Decía y repetía que el « resto de mi vida está
escrito ». De una incurable superstición
creía firmemente « que cuando Dios quiera esto cambiará en un abrir y
cerrar los ojos... y si no ha querido aún será por mi bien »
Ante la tremenda capacidad de improvisación de Ami
Abdeslam se sentía desarmada y entregada literalmente a la exasperación. De
nada le servían sus reflejos pavlovianos. « Es mi destino », se limitaba a
comentar con una triste y enigmática sonrisa luego se quedaba sin voz. Él, en cambio
conservaba intacta la suya.
- Hablas y te mueves con tanta
elegancia que a veces me pregunto, Yamna, si no tienes prestadas estas formas
de ser y de actuar.
- Tampoco yo lo sé, respondía con una
voz sorda. Pero te agradezco el detalle y la sospecha aunque preguntar por
preguntar yo también me pregunto ¿a quién se puede prestar formas de ser en esta casa y en esta
sociedad?
No estaba lejos de un llanto pero lo
tragaba. No explicaba. Nunca se atrevía a explicar. Se limitaba a fingir una
corta y expresiva sonrisa. Sin embargo buscaba desesperadamente argumentos a
las visiones paranoicas y hasta a las expresiones de los frecuentes y primarios
racismos sociales.
- Me voy. Tengo mucho trabajo.
No olvides que estamos en vísperas de Aid Al Maulid [2]
- Que Dios te ayude.
- Te prometo, Yamna, que te
voy a buscar un buen remedio para que me recuerdes toda tu vida.
Se va y mucho gana ella
con que no esté.
Las madrugadas campestres
inspiran. Pero ella no necesitaba madrugar para inspirarse. Su memoria contumaz
y desfalleciente la traicionaba a menudo. El otro día casi le cuesta el ojo de
la cara. Inquietó a todo el mundo cuando, en una de sus recientemente
frecuentes alucinaciones, se puso a llorar, alegando que la lluvia iba a mojar
a su difunto padre en su tumba desde hacía 29 años.
Ni llovía, ni ella conociό jamás el lugar de
la tumba de su difunto padre.
- Creo que voy a tener que
buscarle urgentemente un remedio, propuso irónicamente Ami Abdeslam
- « Cada lágrima, una verdad »
[3]
soltó alguien
- « Sólo a través de las lágrimas,
el ojo ve bien a Dios » [4]
dijo otro
Yamna les dio la ocasión.
Todos comenzaron a analizar el complejo lenguaje del lloro.
Más justo pero menos
ostensible, Sidi Mohamad evitaba siempre lo que llamaba seriamente « ventanillas abiertas a otro tipo
de tonterías ».
- Yamna, le dijo en voz alta
pero con una nota de ternura. Espero que esto no se repita. « Bebe de la
sabiduría sin importar el recipiente que la contenga » [5]
- Lo siento mucho, Sidi, no sé
lo que me pasó. Desde ahora en adelante trataré de ser más prudente. Lo
prometo. Lo juro por Dios
Paciencia e impaciencia.
Sabiendo que lo de la pobre Yamna debía ser una cruel manera de morir, Sidi Mohamad
era conciente de que estaba vacilando entre lo irreal vivido y lo real soñado.
Trataba de proporcionarle un fin grandilocuente.
Los demás sospechaban
desde el comienzo que, con sus habituales argumentos, Yamna afirmaba más que
convencía, respetaba alguna extraña regla del secreto familiar. Pero indicios e
indiscreciones como lo de la tumba de su padre permitían algunas suputaciones..
Ella no lo ignoraba pero
su problema, como solía decir, era que « me haría falta más de una línea para
explicarlo todo ». Ella no tenía no podía tener más de una línea para decirlo
todo. Por eso, prefería callarse y en vez de denunciar el acoso moral de Ami
Abdeslam lo consideraba, de cierta forma, como un cumplido y no ocultaba su
admiración por su increíble capacidad de crear el deseo, la espera y el
suspense.
- Sabes Yamna...
- Si... ¿Qué hay de nuevo?
- Las condiciones en las que
se ejecuta a los condenados en Estados Unidos no responden ni siquiera a los
criterios exigidos por los veterinarios para sacrificar a los animales. Sin
embargo..
- ¿No estarás pensando en
ejecutarme?
-
¡Qué va! Si estás ya ejecutada... Quiero decir que bastante tienes con
lo que padeces.
- Los hay que padecen más y de
todas formas padezco y no hago padecer a nadie, gracias a Dios
- Creo que te comprendo
Por tontería, ignorancia
o inconciencia, Yamna se enfadaba por una necedad. Se aburría siempre de este
universo de ritos y de su pedagogía de la incertidumbre. « Soy tetuaní, como
todos ellos, antes de ser críada » solía
repeler insidiosamente en una repetida oda, basándose en un equilibrio social
precario y difícilmente aceptable por los que defienden a capa y espada el
orden establecido.
La única vez en que
expresó una opinión fue cuando dijo que la enorme chimenea de la Compañía Eléctrica
de Saniat R’Mel[6], construida por los
españoles, le parecía siempre como una barrera entre Tetuán y el cielo.
- Construida seguramente por el
colonialismo para evitar el contacto directo entre los tetuaníes y su
Dios, reaccionó con un guiño de ojo a los demás, Ami Abdeslam.
- Probablemente, interpeló Yamna.
- Eso, probablemente porque
igual hubieran pedido a Dios la inmediata independencia
- … o que heredasen su
potencia
No se escuchó carcajada
alguna. Todo el mundo estaba ocupado en descifrar el crucigrama de Yamna.
Ella, en cambio, seguía
esperando el remedio-milagro prometido y hasta entonces incumplido por Ami
Abdeslam.
El ejercicio de la rutina y su
mantenimiento a una distancia respetuosa la hacían sufrir atrozmente sin que lo
manifestara nunca, ni siquiera en sus letanías.
Creía supersticiosamente
que si no vuelve a encontrar su salud en esta casa no la volverá a encontrar
nunca en ninguna otra.
Por eso buscaba la baraka
[7]
en todas las esquinas de todos los pasillos muy masculinos de la casa familiar.
-
Nunca se sabe, le dijo Amina una tórrida tarde de agosto en dar del
behar[8],
de donde menos se piensa puede saltar la liebre y en tu caso, en el día menos
pensado te despertarás y te encontrarás como si nunca hubieras tenido nada
- Que efectivamente no tengo
nada
- Me refería a tu
enfermedad
- Lo sé, hermana, que Dios te
oiga, repitió prosaicamente con la mirada fija en el techo buscando algún
indicio divino.
Desde entonces nunca cesó de buscar
algo... alguien... que, con cautela y en voz baja, le revelara el tan y
desesperadamente esperado remedio. « ¡Santo Dios! estoy pecando. Envidio a los
que respiran mejor que yo ».
Ecuaciones de espacio.
Todos los teoremas de Yamna tenían un reverso. La vida vengadora… el rencor sin
querer y la codicia desentendida. La venganza de quien no la tiene.
Sin
embargo no todo era permitido para arrancarla de la muerte
- ¡Que eres una ignorante… de
la peor especie! No porque ignoras, sino simplemente porque sigues tus deseos y
tu placer más que la razón, le advirtió Ami Layachi, hombre de pocas palabras
pero de una franqueza proverbial, cuando la encontró coqueteando entre las flores
con los demás miembros de la familia.
Él, por lo
menos, la quería a su manera pero sinceramente. Se interesaba
constantemente por su salud y le decίa que nunca la olvidaba en sus oraciones.
« ¡Otra perversión amistosa!
» pensó sin proclamarlo.
-
Tiene razón. Con la humedad del mar y el polen de la primavera,
cualquiera puede respirar. Pero tú no quieres perder ni una.
« La
dictadura del destino » respondía Yamna
sin convicción.
Allí por lo
menos, en las noches en que sufría menos, podía dar un paseo y hacer gala de
sus encantos femeninos marchitados por once meses de metamorfosis.
En efecto,
con su chilaba de colores vivos e intencionados, su velo blanco bordado,
cuidadosamente planchado y sus zapatos, minuciosamente acepillados, Yamna seducía
a los que no la conocían o ignoraban su calidad social. Parecía
otra... Toda una señora que no dejaba indiferentes a muchos
hombres.
En la calle nunca
presentaba la imagen de una doméstica. Desaparecían su apatía y su avidez. Su
elegancia ocultaba perfectamente la habitual pusilanimidad y su arrogante
marcha, su condición social.
Atraía la atención. A
veces incluso de manera escandalosa y esto la confortaba.
De regreso a
casa, era blanco de los más dispares comentarios, casi todos irónicos o
insidiosos.
-
¡Qué elegante!
-
Parece a Layla Murad [9]
-
Más bien a la
Gioconda.
Ami Abdeslam nunca brillaba por su
ausencia. Pero la risa duraba poco.
-
De nuevo vuelvo a ser Yamna... como la preferís, respondía resignada, dirigiéndose
a la cocina para ayudar. «Vuestra Yamna, » remató atando a su cintura el
delantal.
Violencia visual. Dos
mundos. Dos personajes y el mismo afán de ser una persona a parte entera. Las
apariencias, no sólo engañan, sino a menudo, masacran.
Nadie tuvo
tiempo de preguntarle lo que quería decir. Pero todos se quedaron mudos,
esperando alguna puntualización. Sólo la voz de
Ami Abdeslam mezclada con una extraña risa rompió el silencio.
Atrincherada
en la cocina, Yamna escuchaba su nueva anécdota:
-
En un concurso de pintura sobre el hambre, el primer premio fue para un
cuadro en el que estaba pintado un culo con una tela de araña que cubría el
orificio.
-
Abdeslam, que vamos a cenar. Un poco más de razón
-
¡Qué gracioso!
-
Nunca piensas en el pròjimo
-
Ni en el lejano
Las sonrisas
envueltas en hipócritas reproches no engañaban a nadie. Desde la cocina, Yamna
les recordó con humor que la cena aún no estaba preparada « así que podéis
seguir con vuestras insoportables tonterías », les anunció con humor y
lucidez.
Todo el
mundo lo constató. Yamna llevaba una semana bebiendo como una cuba.
Habitualmente pálido, su
rostro tendía ahora hacia el rosado. Creía firmemente, sin tener que pedir
consejo a nadie, que su estado de salud mejoraba. Los demás pensaban lo
contrario. Pero ella no se dejaba aturdir por lo que llamaba « argumentos
superficiales e improvisados ».
-
Será el calor.
-
No. Yo creo que es otra cosa.
-
¿Qué quieres decir?
-
No. Nada.
-
¿Cómo nada? Sé a qué te refieres, cabrón
-
Todo el mundo lo comenta
En la mente
de aquella gente siempre había « otra cosa ».
Yamna comenzaba
a confundir los tiempos. Soñaba en voz alta y mayúscula. El amor, mil veces
soñado en « technicolor y cinemascope » le interesaba menos que la complicidad.
El deseo de ser como los demás la desgastaba.
Pero con su espíritu tranquilo, cierta
legitimidad en los argumentos y gracias o a causa de su repentina
transformación en grosera como la sociedad que la adaptó, Yamna comenzó a
detestar las máscaras pero seguía rechazando, por miedo o precaución, toda
lógica de conflicto. « La mejor manera de no perder una guerra es no hacerla »,
volvía a proclamar en medio de sus frecuentes convulsiones.
Creía
firmemente que, desde lo más simple hasta lo más elaborado, todas las lógicas
se secaban y no dudaba un instante que, a excepción de algunas
distinciones de circunstancia, de nada le sirvieron ni le servirán sus buenas
referencias.
Con su nuevo carácter
impulsivo y a veces imprevisible lo decía entre sonrisa y lágrimas: « Lo
mío fue siempre una liberación condicional »
-
Creo que debemos hacer algo.
-
¿Pero, qué podemos hacer nosotros?
-
Casi no duerme y dice cada tontería.
-
¿Y qué?
-
Que no es normal.
-
La otra vez me pidió tomar su temperatura.
-
¿Ah, sí?
-
Normal. Mejor que la de todos nosotros.
-
¿Y con qué tomaste su temperatura? de hecho ¿Sabes lo que
es un termómetro?
Insomne y
con un tono, cada vez más ácido, Yamna comenzaba a preocupar seriamente. Todo
el mundo se preguntaba si tenía algún pariente o una última voluntad. Todas las
preguntas resultaban vanas. Yamna se encerraba en una hermética incertidumbre.
-
Abdeslam, tú prometiste encontrarle un remedio.
-
Y sigo prometiéndolo.
-
¿Para cuándo?
-
Muy próximamente.
-
La pobre está, como diría el otro, en la recta final.
-
La vida depende de Dios
-
Y sólo de Él
Cruel ironía
de quien necesitaba urgentemente un remedio y quien no lo tenía pero lo
proponía sólo para hacer reír.
Nadie se
preguntó si eran conflictos de valores o simplemente derecho de discrepar en
los métodos.
A Yamna,
insolente y discretamente insumisa nadie nunca sorprendió nunca en flagrante
delito de estupidez.
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