Era la primera vez, desde que
perdió a su hijo y poco después a su marido que se imaginaba a los dos, juntos,
sonriendo y derrochando ternura y aprecio recíprocos.
Mientras que otros vivían, Muy Malika soñaba. No sabía por
qué se imaginó tan inverosímil escena. Era consciente de que kilómetros de
deseos jamás justificarían la cruda aunque luminosa realidad del hijo y su
siniestra acción. Era demasiado pedirle
a su pobre pero cruel marido pasar la esponja como si nada hubiera ocurrido.
Ahora veía con más claridad la
rigidez y la hipocresía sociales
«principal causa de que mi Yussef
aceptara voluntario la tiranía», repetía deslumbrante durante sus frecuentes
crisis de locura, añadiendo que «vaciló
tanto que su indecisión se convirtió en regla». Y en sus momentos de lucidez
repetía sin saber exactamente lo que significaba que «la culpa la tienen la
usurpación de la identidad, el olvido, la injusticia, el abandono y la pérdida
de referencias sociales».
—
Muy
Malika es cada vez más atrevida.
—
¿Atrevida? ¿Pero qué coño tiene
que perder?
—
Tienes razón. Lo perdió todo.
—
La policía sabe que no tiene
nada que hacer con una mendiga. Ningún terrorista fue mendigo.
—
¿Qué quieres decir?
—
Que nunca admitirá que su hijo
se haya equivocado.
Sin haberlo proclamado, mil
instantes testimonian que, en un alarde de recogimiento antológico, Muy Malika admiraba más a su hijo
que nunca. No se cansaba de buscarle pretextos. No cesaba de encontrar
argumentos a su acción pero siempre le faltaba el verbo y la expresión. «Yo soy
de donde no se habla de clases sociales, sino de exclusión de injusticia y de
utopía de la razón».
Ideas y pasiones. Ahora se
acuerda de la precoz y galopante calvicie de su hijo, de su barba negra de sus
largas plegarias, de sus interminables oraciones del Fajr
[1]
y de su cada vez más sereno y enigmático mutismo y lamenta con más dolor los últimos días de la vida
religiosa de su hijo, «gobernada exclusivamente por la sin razón».
Ahora admite su involuntaria
complicidad en aquél triunfo de «ellos dicen» sobre «nosotros creemos».
Desde hacía tiempo entendía
sin proclamarlo que el silencio y la
discreción dan una elasticidad saludable a la idea religiosa. Pero presagiaba
que lo de su hijo y su especie era y seguirá siendo de una frescura amotinada.
Paradigmas contrapuestas de una
mujer que, desde hace mucho tiempo, dejó de interesarse por la vida...ni
siquiera la suya. Como todo lo vulgar, la muerte para ella era y sigue siendo
barata.
A nadie le hubiese sorprendido
que pusiera en tela de juicio el matrimonio, sus valores y lo que representa.
Sin embargo Muy Malika
respiraba, desde hacía años, la indiferencia hacia todo y el desprecio hacia
todos.
«Era una felicidad peligrosa»,
afirmaba con una enigmática sonrisa cuando estaba contenta. Su amiga Aïcha contaba a todo el mundo que
nunca se acostumbró a nada ni consiguió nada. Parece que para ella, «todo
tiempo pasado fue mejor». Los sobresaltos en su idiosincrasia adquirieron una
notoriedad pública. Algunas veces elogiaba en voz alta, hasta el culto a los
que llamaba «los últimos justos», en alusión a los radicales y otras, maldecía
también en voz alta y hasta en prosa a Usama Ben Laden y a la Benladenomanía.
—
Está loca perdida.
—
No lo creo. Esta mujer conoce
exactamente la distancia que le separa de lo absoluto. Es, eso sí, atrevida.
—
Créeme. No hay nada de esto. Muy Malika vive, desde lo de su
hijo, con una memoria de crisis.
—
Pues… ¿qué te voy a decir?
—
Exageras.
—
No. ¡Ni hablar! Sigo creyendo
que esta mujer muestra una asombrosa maestría cuando habla de religión.
—
¿Pero cuándo habló de religión?
Sí, además de loca es ignorante y siempre lo fue.
—
La otra vez la escuché decir:
el terrorismo es la prolongación natural del militantismo…alienado, extremista,
fanático...
—
Esto no es religión. Yo me
limito a darle limosna y punto.
Nadie hablaba, nadie quería
hablar del dolor de la separación ni de la esperanza irracional. Todos pensaban
en nombre de todos. Ninguno vislumbraba la disparidad en tan diminuto espacio.
Nadie podía dudar de que allí existiera tan cruel misterio.
Pero impermeable a los
criterios de su crucigrama social, Muy
Malika parece haber jurado no desvelar nunca su pena ni su
desventura. Se limitaba a disparar ráfagas de sonrisas. Sabía que sus
argumentos ni convencían ni podían convencer. Sabía que la sangre de los
inocentes nunca se secará en la memoria de los mortales o, por lo menos, en la
de los que no la derraman pero ignoraba el precio de su persistencia al
desatino y a su amor deslumbrante de
madre.
Dudaba...dudaba...dudaba. Por
más que lo intentaba no lograba disipar todas las verosimilitudes.
Inconscientemente se agarraba para no abandonar sus certezas. Ignoraba todo con
soberbia y lejos de estar incomodada por sus ultranzas confundía deliberada y
agradablemente entre lo que prefiere y lo que cree obligada a defender. No le
importaba que sus escasas virtudes se perdiesen en sus incontables defectos.
Muy
Malika escuchaba como quien oye llover. Infinitas veces
soñó despierta interpretar el papel que jugó su hijo en la realidad en Atocha.
¡Ni hablar! Algo la arrastraba a lo que ella llamaba «mi destino escrito».
—
A veces comienzo a pensar que
lo que creo firmemente sólo es parcialmente verdad.
—
Ni siquiera parcialmente.
—
¿Tú crees?
—
Escúchame, Muy Malika. Yo sé que soy una doña
nadie, pero te digo y te lo repito nadie perdona ni puede perdonar a quien mata
a sangre fría. Además…
—
Mi Yussef lo hizo por convicción
religiosa, cortó, sin ninguna garantía de éxito de convencer, como quien
buscaba compasión, expresando una locura.
—
...Que Dios nos proteja. El
Islam es inocente de tu hijo y de los de su calaña.
—
¡Hija de puta!
—
Prefiero mil veces ser hija de
puta que terrorista, como tu hijo.
Muy
Malika se acuerda como si fuera hace un instante. La
declinación... su ocaso se produjo un día del 2003. Cuatro años después se
acuerda aún, soñadora, que era la época en que comenzaba a constatar, sin
lograr creerlo, ensamblarse los pedacitos de lo que iba a ser después su
rompecabezas.
Desde entonces no sabía quién
la obligaba a poner el cerrojo a la realidad de las cosas, a razonar sin
ninguna visibilidad y a rechazar sistemáticamente toda reconciliación con la
verdad y la lógica.
Mil veces estaba a dos dedos de
convencerse de la necesidad de hacer, en sentido inverso, el camino de cuatro
años antes.
—
¡Tampoco!
—
Obsérvala bien, esta mujer sólo
se fija en los niños.
—
Ella sabe por qué.
—
Seguramente tiene una
experiencia singular.
—
¿Y quién no la tiene?
—
Me refería a…
—
... a su forma de actuar.
—
Se diría una aristócrata.
—
En efecto, mendiga
aristocráticamente.
Sin buscarlo e incluso haciendo
su posible para remediarlo, Muy
Malika no dejaba a nadie indiferente. Profundamente humana
a veces, increíblemente agresiva, otras, la mujer tenía su propio léxico. «Es
que en Marruecos los niños son maltratables».
Cuando hablaba de los hijos
repetía con los ojos medio cerrados: «los bebés son personas». Al azar de la
vida cotidiana, preconizaba, flotando entre la ignorancia de la causa y un lapsus menos flagrante, un futuro mejor
mestizado.
Itinerario de una complejidad
psicológica indescifrable en la que se
acepta implícitamente la culpabilidad y se rechaza tajantemente la confesión.
No cabía la menor duda de que,
lo de Muy Malika eran
coletazos. La mujer perdió desde hacía tiempo el deseo visceral de vivir y por
nada del mundo revelaría el secreto que sepultó en algún rincón de su casa de Jamaa El Mezouak. Lo que le quedaba por vivir no
era más que un paréntesis surrealista. Por ello ahora comprende cosas, que de
haberlas comprendido en su debido tiempo habría podido contribuir a moldear
otro destino para su hijo y para… muchas de sus víctimas. Se cansó de dar
estocadas en la realidad.
«No soy hijo prodigio, pero
creo firme e irracionalmente en el destino...mi destino». ¿Destino, qué
destino? Nadie se preguntó sobre lo que Yussef
reivindicaba con voluptuosidad y es que en el F’nideq, a dos dedos de la indecencia,
entre las diferentes marcas de chocolate, el queso de bola y mil y una marca de
arroz de dudosa procedencia, la gente tenía, aparentemente, otras
preocupaciones. Nadie tenía tiempo ni ganas de constatar las trasformaciones y las
conductas sospechosas. Todo tenía un precio y no importaba la nacionalidad de
la moneda.
«Creo firme e irracionalmente
en el destino...mi destino».
Pero... ¿qué quería decir con
esta frase? De hecho: ¿Por qué le preocupa ahora y nunca antes?
Ahora reprocha, sin argumentos,
a quien no haya dudado de esta conducta, ligeramente marchitada por haber sido
absolutamente natural. Para ella, era desconcertante porque «allí comenzó la
devoción descarriada y nadie comprendió o no quiso comprender que el chico necesitaba
acuciantemente un guía e incluso un bastón».
Otros se encargaron del
entonces aún devoto...en ciernes…
Tanto retraso... tanta pesadez.
Exageradamente orgullosa de su hijo no podía
atravesar su opaca transformación y sólo años después descubrió, con una
predilección burlona, que nunca repetiría lo suficiente que no era aprendiz
hechicero. Es verdad que, «de repente, se puso a detestar los colores diáfanos
y las flores artificiales. ¿Y qué? Era normal ¿No?». Sí. Y... la gente y los
usos y costumbres...y la moderación… y los valores y principios de los
piadosos...y la vía trazada por los sunitas [2] a la sombra del…intruso salafismo-yihadista.
Argumentos detrás de los cuales
se ocultan algunos para ilegitimizar la condena del crimen y del horror. La ideología
integrista no escatima esfuerzo ni escrúpulo alguno para tildar a los
diferentes de infidelidad.
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