GAZA/LITERATURA LATINOAMERICANA (COCHIBAMBA-BOLIVIA) Muy estimado y recordado Driss Jebrouni Este cuento es producto de mi indignación suprema. César NO HAY PAN QUE POR SANGRE NO VENGA César Verduguez Gómez
La cola está muy larga y la vista
del paisaje urbano es horrenda. Casas y edificios derruidos, paredes y
techos desmoronados. Ojalá nos alcance el pan para todos los que estamos
haciendo fila desde hace una hora, pero no sólo es el temor de que se
acabe sino de que en cualquier momento caiga una bomba y así se termine
todo, la desesperación, nuestro sufrimiento y nuestros miedos. Todos estamos
con la intención de llegar a la panadería y comprar pan, mucho pan por lo menos
para no morir de hambre. Nada ni nadie nos protege. El estar en casa no
significa estar en resguardo y salir a las calles es igual, tampoco el
estar detrás de un coche; los misiles no tienen miramientos con niños, mujeres,
ancianos, llegan silbando y matan o hieren y la gente sólo atina a correr a cualquier
lado y si no ha sido tocada por algún proyectil que pueda regresar, regreso que
le permite luego ayudar a los que lo precisen llevándolos a un médico o a quien
quiera que sepa por lo menos un poco de primeros auxilios, porque ni los
hospitales (más de veinte derruidos) ni las escuelas se salvan de ser blancos
de los proyectiles asesinos. No hay lugar donde pueda uno esconderse para
evitarlos. Es un drama tormentoso dejar a los hijos en el interior de la
casa en ruinas, sin luz, en medio de lo poco que queda. Los míos no querían que
me aleje por temor a que me suceda algo; lloraron y se me prendieron con
desesperación para impedir separarme de ellos. No vayas, me repetían, no
salgas. Te puede pasar algo. Debo ir a comprar pan, lo que tenemos de alimento
se acabará muy pronto y no tendremos nada para comer, entiendan, debo salir
para encontrar pan. No vayas, no salgas. No te apartes de nosotros. Esperaremos
hasta que pase todo esto. Convencerlos de la necesidad de comprar
comida es una lucha que dura una hora. En el camino se ve uno en la
obligación de ayudar a la gente que busca rescatar de los escombros
algunas pertenencias o rescatar a un familiar sepultado entre los bloques de
tierra y cemento o de llevar el cadáver de la hija de un amigo cercano, es
decir, tratar de llegar a la panadería es una verdadera odisea. En mí
recorrido por las arterias con casas derrumbadas e inmensos bloques en
mitad de las calles obstaculizando el paso veo a un niño, a pocos pasos a
tres niñas llorando, y a otros y a otras, aquí, más allá, según vaya caminando.
No hay lugar donde no se tropiece con rostros llorosos, llenos de angustia y
desesperación, cerca y a lo lejos se ve en sus gestos que gritan llamando a sus
seres queridos que seguramente yacen debajo de los escombros de aquello que
horas antes fue su casa. Algunos pequeños sólo lloran impotentes y otros tratan
de escarbar buscando a sus padres, hermanos u otros familiares. Una muchacha
llora amargamente sin soltar a su perro tal vez su único compañero sobreviviente.
A los primeros traté de consolarlos pero luego fue imposible consolar a todos
sabiendo que atrás te esperaban los tuyos con hambre y uno debe apurarse para
regresar, desde ya en la travesía he perdido algunas horas y mi gente se debe
estar preocupando por mi tardanza y pensando que algo me ha sucedido aumentando
su desesperanza. Todo esto es una locura, una pesadilla, un mal sueño del que
sabemos que no vamos a despertar y que además no sé si voy a seguir
viviendo las siguientes semanas, días, horas o quizás minutos. Uno observa el
cielo a cada momento para poder ver si no viene algún misil que nos haga volar
por los aires o para tratar de escapar del lugar probable de impacto. Y
sucede aquello que tememos a cada momento. Un proyectil cae muy cerca y se
produce una explosión que levanta polvo y humo. Todos los que estamos próximos
nos protegemos y luego de que pasan varios minutos, alguna gente corre al lugar
para auxiliar a quienes hubieran sido afectados. Yo también corro y veo que
están tendidos en diferentes posiciones muchos cuerpos algunos mutilados
empezando a desangrarse. Alguna gente acude apresurada para socorrer a los que
aún se mueven. Yo veo a una mujer con la barriga abultada, está embarazada, me
dirijo con premura hacia ella, me agacho y constato que está muerta pero
su barriga está intacta y por tanto su criatura al parecer debe continuar con
vida. Grito pidiendo auxilio, un médico, una camilla, una manta y voluntarios
para llevarla al nosocomio más cercano o a una asistencia de emergencia
porque imposible llamar una ambulancia. Como todos acuden para asistir a una y
otra persona nadie viene al lugar donde estoy, entonces grito: ¡esta mujer está
a punto de dar a luz, hay que salvar al niño por nacer! Entonces llega alguien
entendido y de inmediato indica que se tiene que practicar una operación de
cesárea, la mujer está muerta, no podemos hacer nada por ella, por el futuro
nonato, sí. Llama a tres conocidos suyos pidiendo una alfombra o cualquier
tela, y de entre los escombros hacen aparecer un chador y una toalla
grande llena de tierra donde, después de sacudirla, la depositan con mucho
cuidado. ¿Dónde la van a llevar? Aquí a dos cuadras en aquella dirección hay un
centro de salud. Esperemos que esté funcionando y que no le hayan enviado en
donación una jeringa-cohete. Se la llevaron caminando por encima de los
escombros, a paso rápido.
Continuo mi camino por el medio de paredes y techumbres
caídas, árboles y autos destrozados, objetos de todo tipo, como restos de
televisores, radios, utensilios y hasta juguetes.
Me cruzo con
hombres cargando algún niño herido o muerto, entre varios hombres llevando a
adultos de toda edad y sexo. Jóvenes y niños parados o sentados con
lágrimas en los ojos y sin saber qué hacer, porque ya han pasado el momento
traumático, horas o días antes, de la pérdida de uno, dos o más seres
entrañables, o de toda la familia.
Una muñeca
yace abandonada, junto a una jamba, tal vez su dueña está recuperándose o
agonizando en una clínica, quizás se la encuentre deambulando sin rumbo o muy
quieta aplastada por una viga.
El llanto es
permanente, en silencio o a gritos, como una tempestad en el interior de cada
uno interrumpido a momentos por la tormenta de truenos, relámpagos producidos
afuera, en las cercanías. A lo lejos puedo ver tres columnas de humo negro, el
estallido viene después y los aviones culpables surcan el cielo a gran
velocidad y ruido que aturde.
Llego por fin
al lugar de expendio de pan pero para mi desconsuelo no quedan ni migas,
me indican otra dirección donde lo encontraría, a medio kilómetro de distancia.
En el trayecto me entrecruzo con un padre desesperado que
corre con su hijo destrozado, con una pierna colgando de algún filamento y
derramando sangre a su paso. Apenas atino a señalarle la dirección del
centro de salud que rato antes me habían indicado.
Encuentro más
niños y niñas caminando o sentados sobre los escombros todavía humeantes, con
la mirada perdida o con los ojos llorosos. Uno que otro escarbando en los
montones de tierra y terrones de concreto. En medio de ese estremecedor cuadro
veo a un pequeño, paradojas de la vida, jugando con un peluche.
Más allá
observo varios cadáveres yuxtapuestos en la calle dispuestos así a la
espera de que las brigadas de ayuda los recojan. Sólo uno de ellos tiene la
compañía de un hombre que de cuclillas eleva los brazos dirigidos a las alturas
en son de protesta o clamando la preocupación de los cielos para que vean
las atrocidades que están cometiendo los hijos de Sem, sus primos. Para mayor
desazón, recorriendo cien metros, me encuentro con un espectáculo más
impactante, varios niños amontonados y sin nadie que los vele, los transeúntes
apurados sólo le echan una mirada para constatar que están muertos y siguen su
camino, al igual que yo.
Una mezquita
está semi derruida obstaculizando el paso por la calle: el alminar
cayó quedando en posición oblicua apoyándose en una casa.
Por fin llego
al almacén donde venden pan. Está muy lleno de gente, hay una larga fila
y no faltan las discusiones por razones nimias. Me urge obtener los panes
y me sito detrás del último de la cola. En la espera veo cruzar por la
esquina alejada, cuatro cuadras al norte, dos tanques con las odiadas banderas
de Israel. Una mujer sale de una casa corriendo hacia los tanques queriendo
mostrarles a su bebé levantándolo por encima de su cabeza. Al parecer la
criatura está muerta y ella sin lograr su propósito de que la vean cae al suelo
para llorar desconsolada.
A la lejanía, con el marco de un horizonte hórrido con
edificios derrumbados, se levanta una llamarada gigante de intenso rojo,
amarillo y naranja seguido de una humareda grisácea de diferentes tonos. Es
tanta la distancia que el sonido tarda en llegar.
Por fin
arribo a la punta inicial de la fila. Trato de que me vendan la mayor cantidad
de panes posible, pero esto no es aceptado y me la niegan; la venta está
limitada porque faltaría para la mucha gente detrás de mí que espera que les
toque algunas piezas. Adquiero lo que los vendedores determinan darme
recibiéndolo en una bolsa, y emprendo la carrera de retorno. ¿Cuánto tiempo,
cuantas hora han pasado desde que inicié mi travesía de la ceca a la meca
en pos de unos pocos panes? Sigo caminando sin parar. ¿Cómo estarán de
desesperados mis hijos?
Veo que un chico tiene amorosamente abrazado al que debe
ser su hermano menor, tal vez ya sin vida. Los dos con manchas sanguinolentas
en sus brazos y en sus caras.
¿Estará con
hambre el mayor? Dubito pero al final me animo a darle un pedazo de pan. Extrañamente
me rechaza moviendo su cabeza. Su dolor debe ser más grande que su hambre.
Deduzco que al no poder compartir con el hermano no le interesa aceptar el
mendrugo. Insisto, con igual resultado. Doy media vuelta y continuo mi
recorrido. Para acortar camino decido tomar otras calles en el retorno.
Encuentro nuevos cuadros dolorosos. Un perro muerto a los
pies de una loma de deshechos de una vivienda derruida y otro oliéndolo como
queriendo saber si aún está con vida.
En un sitio me marea la perspectiva de una zona, donde
unas casas están firmes y otras cercanas en posición oblicua, como
detenidas en plena caída.
Mi camino en vez de una límpida calzada encuentro rastros
de sangre y restos de piel y huesos. Casi en cada decámetro avanzado encuentro
a niños y niñas y mujeres con niños en sus brazos que se nota están heridos o
muertos. En cada trecho hallo escenas desgarradoras, espeluznantes y macabras:
un hombre con el rostro desencajado muestra a un pequeño con la nuca vacía,
vacía de cerebro, alguien trata de consolarlo asentando su mano en su hombro
como diciéndole tranquilízate, resígnate, ya no sufras. Pero él sigue llorando
inconsolable sobre el pecho de su muchacho.
Avanzando más metros de terreno, un grupo de
personas proceden a quemar una bandera de Israel, en medio de gritos contra la
matanza que realizan sus ciudadanos.
En una esquina está volcado un auto, con los restos
finales de haberse quemado, todavía humeante y con pequeñas lenguas de fuego
lamiendo sus puertas.
Mi camino es dantesco. Varios jóvenes con las
cabezas cubiertas, levantan piedras para arrojarlas a una movilidad y después
escapan. No veo aún el objetivo de sus guijarros pero luego en una
encrucijada aparece un tanque sin duda lanzallamas, que pasa en persecución de
los “terribles” agresores lanzapiedras.
En un estacionamiento de carritos tirados por caballos,
varios de estos están en grotescas posiciones en el suelo arrojados por el
efecto de una bomba, muertos, uno de ellos pareciera estar subiendo a uno
de los carruajes. El propietario o conductor se mece los cabellos acaso sea por
perder su única fuente de ingresos.
Falta poco para llegar a mi morada que debido a la
buena suerte o a lo que dice la madre de mis hijos gracias al Dios-Alá
que la ha protegido.
A poca
distancia de llegar por fin al lugar donde me esperan, resalta una escena
conmovedora. Un homenaje de varios niños a uno que yace en un colchón
pequeño y cada uno le deja alrededor de su cuerpo una flor; es un modo de
despedir a un compañero querido del barrio y que se fue por causa de alguna
bomba. Quisiera ofrecerle a cada uno un pedazo de pan, pero pienso, me digo,
dentro de mí ¿y qué les doy a mis hijos? Se desata en mi interior una batalla
angustiante, degradante y enaltecedor a la vez hasta que por desesperación y
queriendo escapar del dilema atroz prefiero correr sin mirar atrás, en pos de
mi domicilio.
Pero ¡hay,
los dioses son malos!... ¡No es posible! El Dios de los judíos en especial, el
más terrible, el quitador de vidas de los gazaítas que estamos sin protección,
sin amparo… que sus hijos desde hace mucho nos restringen, nos bloquean y
abusan. Veo la morada mía que hace unas horas la dejé sana, ¡totalmente
derruida! ¡GRITO!. Quiero alcanzar con mi grito a todo el mundo. Grito y mis
lágrimas me brotan incontinentes, amargas, demasiado amargas. Todavía se ve
algo de la polvareda flotando en el aire producto de la caída. Boto la
bolsa con panes y me lanzo a querer levantar las pesadas lozas, bloques de
cemento que cubren los cuerpos de los míos. Pero son muy pesadas y mis fuerzas
no son suficientes y lanzo mi voz pidiendo ayuda. Entonces miro a mi alrededor
y me doy cuenta que son varias casas aledañas que también cayeron por una bomba
lanzada desde un avión. Hay algo de fuego en una casa vecina. Hay gente en el
lugar que está ayudando a los suyos y no hay quien me pueda prestar una mano.
Alguien me dice a viva voz, espere un poco que ya le ayudaremos. Sin duda es un
voluntario. Algunas mujeres lloran a gritos la muerte de sus allegados.
Yo sigo intentando apartar la estructura de la techumbre y aunque me resisto a
llorar mi propio dolor no puedo evitar que sigan brotando mis lágrimas. Siento
una opresión en el pecho y prefiero sentarme para recuperar mis fuerzas y el
estado anímico que se me quiere volatilizar. Levanto la bolsa de pan y voy
caminando con lentitud al lugar donde estaba el niño muerto rodeado de otros.
Camino como si nada me importara ya. En el sitio, después de contemplar un
largo momento ese cuadro tan doloroso pero al mismo tiempo estrujante y
hermoso, empecé a repartir el pan que había comprado para mis hijos. Al momento
de entregar cada unidad decía un nombre, el de uno de mis hijos y así hasta
nombrarlos a todos, pienso que de ese modo entrego el pan para quien estaba
destinado originalmente esté donde esté.
***
Ayer empezó un cese de fuego, una tregua por algunos
días, por tanto los bombardeos se han suspendido al menos por un breve y escaso
tiempo. Recorro gran parte de la ciudad, esta vez sin los sobresaltos que daban
los horritronantes estallidos y el miedo estancado en el cuerpo y en el
alma, para ver el desastre ocasionado por tan enorme cantidad de armas de
destrucción masiva.
Pude
rescatar, con ayuda de muchos vecinos provistos de barretas y otras
herramientas, a toda mi familia. Fue muy acongojante y no paraba de llorar por
haberla perdido. Lamenté no haberles hecho caso a mis hijos que se oponían
a que yo saliese en búsqueda de pan, ahora comprendo su insistencia
desesperada, presentían una separación, un alejamiento definitivo. Si me
quedaba me hubiese ido con ellos. Estaría con ellos donde están ahora como
quiera que fuese su condición de estancia.
Después de deambular por las calles casi igual que los
cientos de niños y niñas que se quedaron sin padres, huérfanos que
esperan la ayuda humanitaria de los mayores. Yo me sentía al igual que
ellos, sin hogar, sin familia, huérfano de hijos y mujer.
Recurrí a un
pariente que me acogió en su casa que está de milagro en pie. Para tratar de
olvidar mi tragedia y reconocer que no era yo solo el que sufría, paseaba por
las calles sin rumbo prestando ayuda a los que la necesitaban, y casi
siempre regresaba al lugar donde están los restos de mi casa, lloraba o
divagaba y luego continuaba mi andar sin rumbo, sin norte, sin ninguna ansia de
seguir viviendo, esperando, ahora sí, que me llegue un bólido con la estrella
exagonal. Si lo viera venir, no lo esquivaría, no trataría de huir,
simplemente lo esperaría pensando que así me podré reunir con mis hijos y los
miles de hermanos muertos en esta matanza innombrable.
Me enteré que
la niña que sobrevivió a la muerte de su madre con una cesárea que le
practicaron murió a los tres días porque cesó el suministro de energía
eléctrica que mantenían los aparatos del centro de salud, entre éstos la
incubadora donde trataban de hacerla sobrevivir. Los israelitas hicieron volar
la única planta de electricidad que existía en Gaza. Supe al mismo tiempo
que sucedieron cientos de partos prematuros por el infierno que se desató en
medio de la ciudad. ¿Cómo son atendidos estos nuevos gazatíes nacidos en pleno
fragor de estallidos de morteros y misiles, destrucción y caos, miles sin techo
por ende sin cuna ni alimentos básicos, sin agua ni atención médica ni
medicamentos esenciales? ¿Será que por falta de condiciones sanitarias están
destinados a morir de modo irremediable?
El paisaje es
por demás espeluznante. Acaso éstas son la señales de un fin del mundo. Puedo
pensar que un terremoto pudo ocasionar semejante destrozo terrorífico pero me
resisto a creer que sean seres humanos los autores. No me cabe en la cabeza, me
niego a aceptar esta visión apocalíptica. Miles de casas deshechas, y como un
basural gigantesco están botados restos de muebles, de ropa de todo color,
enseres de cocina, electrodomésticos, colchones y cobijas, animales muertos que
ya empiezan a tener mal olor. Hombres, mujeres y niños de los dos sexos
hurgando los escombros en búsqueda de objetos que aún puedan servir. No puedo
conciliar el salvajismo de las acciones que he vivido y que ahora puedo
observar los resultados con un pueblo que décadas atrás ha sufrido casi su
exterminio en manos de los alemanes.
Me dicen que
en unos días más Israel reanudará sus ataques. El asombro quiere estallar en mi
cerebro. Es inconcebible pensar que sobre nuestra Franja de Gaza otra vez
caigan las bombas y otros artefactos mortales venidos de los infiernos. Creo
que me veo en la necesidad dolorosa de reconocer sin remordimiento que, a vivir
por segunda vez la experiencia ya vivida, estoy feliz de que mis hijos se
hayan muerto en la primera. Ciertamente
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