Esglobal Democracia liberal: renovarse o languidecer Luis Peral



Maksim Kabakou/Fotolia
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La desafección de los ciudadanos hacia la democracia liberal, comenzando por Europa Occidental y América del Norte, es un hecho incontrovertible. Pero la dificultad de vislumbrar la extinción de la democracia también dificulta el debate sobre las causas y sobre qué hay que hacer para que no se extinga. Todavía son muchos los negacionistas que afirman, por ejemplo, que las protestas incluso violentas o el voto antisistema son síntomas claros de la buena salud de la democracia. Y podría ser así, si la democracia tuviese capacidad de renovarse antes de provocar el hartazgo. Las encuestas dicen, sin embargo, que aumenta claramente, sobre todo entre los ciudadanos más jóvenes y más acomodados de las democracias consolidadas, la preferencia por sistemas no democráticos.
Dos procesos de erosión de la democracia
La democracia liberal nace y se desarrolla hasta alcanzar su apogeo en un contexto histórico que ya no existe. Gracias en buena medida al control de las materias primas y los recursos energéticos del planeta, los países capitalistas centrales pudieron sentar las bases del modelo sobre el principio de representación política nacional y el derecho a la propiedad privada. En la segunda posguerra mundial, el proceso de construcción culmina en el Estado de bienestar social, que representa una respuesta a las luchas sociales y al auge del socialismo, pero también a la necesidad de mantener la legitimidad y la hegemonía en un orden mundial caracterizado por la bipolaridad. El contrato social subyacente incluía también derechos económicos y otorgaba al Estado un papel regulador y de redistribución, convirtiendo a la economía liberal de mercado en el único contexto posible de la democracia.
Cinco décadas más tarde, la democracia liberal sufre el asedio inclemente de dos procesos que debilitan su esencia.
La globalización, en su dimensión económica principal, constituye en gran medida la expresión de un neoliberalismo desregulador que acaba recortando el margen de decisión del Estado-nación. Algunos países de la Unión Europea han experimentado en carne propia el poder combinado de los mercados financieros y las instituciones que tecnocráticamente determinan el nivel de recorte del gasto público. Los gobiernos han dejado de tener margen de acción, y por ello han perdido legitimidad. El espacio propio de la democracia se reduce, ciertamente, en la misma medida en que el Estado democrático pierde capacidad decisoria. Por lo demás, las propuestas de democracia cosmopolita que aspiran a establecer la democracia a escala planetaria, convirtiendo por ejemplo a la ONU en un parlamento global, permanecen en el limbo de la utopía –y no parece, en todo caso, buena idea tratar de universalizar aquello que está dejando de funcionar en el plano doméstico.
El individualismo, que está también asociado hoy a algunos procesos de globalización, sobre todo implica el empoderamiento del individuo (lo que no necesariamente aumenta la tasa media de sabiduría) y la ruptura de vínculos colectivos. Tocqueville había anticipado que la igualación creciente de las condiciones sociales acaba alejando a los individuos de los asuntos públicos, replegándolos a su esfera privada. Este individualismo democrático no es una manifestación del egoísmo, sino una dejación del sentido de ciudadanía que parece ser consustancial a la democracia inclusiva. La premonición de Tocqueville se agiganta en el marco de una sociedad global en cuyo seno los individuos compiten despiadadamente entre sí para tratar de salir de la exclusión, mantener el status quo para sí y para sus hijos, o simplemente alcanzar la fama o el poder. La tecnología fomenta, por lo demás, un individualismo conectado que mantiene la apariencia de vida social.
La globalización y el individualismo debilitan el nacionalismo y el sentido de ciudadanía, que son imprescindibles para que la democracia sobreviva. Curiosamente, las democracias consolidadas están experimentando un resurgir nacionalista que refleja el miedo colectivo y no siempre injustificado a las consecuencias de la globalización, pero se trata de un nacionalismo excluyente de corte populista o identitario que representa la negación radical de los valores democráticos. En estas circunstancias, la recuperación del nacionalismo que es cimiento de la democracia liberal, en la línea del patriotismo constitucional de Habermas, parece más difícil todavía. Por lo demás, la dejación de ciudadanía ofrece –también lo dijo Tocqueville- oportunidades inéditas a los déspotas.
Dos razones para (dejar de) creer en la democracia
La democracia representativa –y ninguna democracia liberal puede no ser representativa- basa su legitimidad en la convicción que alberga cada ciudadano de que su voto contribuye a determinar las decisiones nacionales soberanas. Además, y según una concatenación lógica, la democracia aparece indisolublemente asociada a las aspiraciones de igualdad material -no solo ante la ley- y de igualdad de oportunidades de los propios ciudadanos votantes. Aun cuando el capitalismo necesita de un cierto nivel de desigualdad para prosperar, no es arriesgado afirmar que a más desigualdad, más votantes desafectos y menos democracia.
Un grupo de jóvenes se manifiestan contra el capitalismo en Londres (Reino Unido). (Geoff Caddick/AFP/Getty Images)
Un grupo de jóvenes se manifiestan contra el capitalismo en Londres (Reino Unido). (Geoff Caddick/AFP/Getty Images)
El matrimonio formado por la democracia y el capitalismo ofrece los primeros síntomas de incompatibilidad en los años 70 del siglo pasado. La felicidad plena no suele durar mucho. Los pensadores neoliberales comienzan entonces a desvelar que la democracia encarnada en Estado del bienestar amenaza la tasa de ganancia del capital y por tanto al sistema capitalista, que además no lograba extraer ya tanto beneficio de la explotación poscolonial. Cuando cae el muro de Berlín, la necesidad de legitimar la democracia liberal frente al comunismo pierde su sentido, y parece por fin posible concebir una democracia despojada del Estado del bienestar que nos conduzca con Fukuyama hasta el final de la historia.
El final de la historia es que la democracia ha perdido parte de su sentido durante el viaje. Si la globalización reduce el espacio de la decisión ciudadana –los partidos políticos, sus intermediarios, han acusado el golpe- y las aspiraciones a la igualdad y la dignidad humana se ven cada vez más frustradas –los desahuciados contemplan cómo los gobiernos rescatan a los bancos depredadores-, el demos deja poco a poco de creer en la polis.
Según han comprobado los analistas Roberto Stefan Foa and Yascha Mounk en The Danger of Deconsolidation publicado en Journal of Democracy a partir de encuestas realizadas durante los últimos 20 años, los ciudadanos en las democracias consolidadas de América del Norte y Europa Occidental no solo son cada vez más críticos respecto del estamento político, sino también –y esto es lo grave- más cínicos respecto de la democracia como sistema político, más desconfiados respecto de su capacidad de influir en las políticas públicas y más proclives a expresar su apoyo a regímenes autoritarios. Los ciudadanos nacidos entre 1980 y 2000, pertenecientes a la llamada generación del milenio, expresan insatisfacción democrática en mucho mayor grado y mantienen la insatisfacción a lo largo del tiempo, no como síntoma de la edad. Además, se decantan en mayor medida por formas políticas antidemocráticas (uno de cada seis jóvenes en Estados Unidos considera bueno o muy bueno que gobierne el Ejército), pero participan menos en política (ni siquiera, como hicieron sus padres, a través de formas no convencionales), y, por si fuera poco, restan importancia a la libertad de expresión. Solo uno de cada tres millenials en Holanda confiere la máxima importancia a vivir en democracia; y en EE UU el porcentaje es aún inferior, del 30%. Las preferencias por líderes fuertes -que no se preocupen de someterse a parlamentos o elecciones- o por gobiernos tecnocráticos son también expresadas en mucha mayor medida y en proporción creciente por los sectores más pudientes de la población. Los jóvenes ricos de Occidente son los menos, y cada vez lo son menos, partidarios de la democracia.
Si a este panorama añadimos que las élites económicas imponen de modo creciente su voluntad a los gobiernos, no es extraño que los impuestos sobre los salarios sean mayores que las tasas sobre las ganancias del capital. La democracia liberal no puede permitirse perder inversores, aunque estos tengan convicciones crecientemente antidemocráticas que acaban imponiendo a los gobiernos democráticamente elegidos. Tampoco debería resultar extraño que los ciudadanos empoderados e impotentes acaben eligiendo democráticamente a un magnate que pisotea la igual dignidad del ser humano para dirigir a un país que quisiera ser el más poderoso del mundo, o que siga aumentando la desigualdad -y en este sentido Estados Unidos y España se llevan la palma- en las democracias consolidadas.
¿Hacia la pseudodemocracia?
Los politólogos Juan José Linz y Alfred Stepan ya habían identificado en 1996 el comportamiento “leal” de las élites y la falta de apoyo de la población a opciones no democráticas como factores de consolidación democrática. Los autores de algún modo contraponían la consolidación de la democracia a situaciones en las que actores políticos o económicos muy relevantes se propusieran establecer un régimen no democrático. Pero la situación actual parece ser distinta. Aunque las encuestas sigan preguntando a los ciudadanos votantes si prefieren dirigentes más fuertes que sus propios votos, predomina todavía, tanto en las élites como en las masas, el descreimiento democrático sobre la preferencia por un sistema que deje de llamarse democracia. La democracia liberal puede estar condenada, por ello, a desliberalizarse y languidecer.
Si no resulta fácil hoy admitir la posibilidad de la desaparición de la democracia, ello no se debe solo a la inercia propia del pensamiento. No se atisba, por ahora, ningún paradigma nuevo que sea capaz de sustituir a la democracia nominalmente liberal, de modo que los incentivos para abandonar un paradigma decadente son escasos o no convencen del todo a la inmensa mayoría de descreídos. Después de la democracia, como ya advirtió el sociólogo y politólogo Colin Crouch en Coping with Post-Democracy, nos hemos instalado en la posdemocracia, y parece que avanzamos sin remedio hacia la pseudodemocracia. Los votantes están dispuestos hoy a elegir democráticamente a líderes que exhiben convicciones antidemocráticas.
Una manifestación en España contra la investidura del presidente Mariano Rajoy. (Gerard Julien/AFP/Getty Images)
Una manifestación en España contra la investidura del presidente Mariano Rajoy. (Gerard Julien/AFP/Getty Images)
El declive de la democracia liberal marca también el declive moral del mundo llamado occidental y el tránsito hacia el mundo posoccidental. Sin necesidad de afirmar que la democracia ha sido la coartada moral de Occidente para tratar de seguir siendo el centro de gravedad del capitalismo, lo cierto es que la globalización permite a las élites económicas deslocalizar los centros de decisión y practicar el posnacionalismo que deja sin sustento a la democracia liberal en su versión occidental clásica. El filósofo Slavoj Žižek puede así anunciar el divorcio entre el capitalismo y la democracia; de hecho, el capitalismo posdemocrático y el capitalismo de Estado ya forman pareja, y podrían haberse casado en secreto. En un mundo posbipolar, los burgueses y los burócratas pueden explotar globalmente la plusvalía del trabajador.
El Estado pseudodemocrático, mientras tanto, busca nuevas formas de legitimación precisamente a través del sentimiento identitario y el anhelo proteccionista, confirmando que la nostalgia se apodera de la política cuando el cambio es irreversible. Ni siquiera la función del Estado de protegernos del terrorismo declarándole la guerra conmueve al votante. Los gobiernos de Hungría y Polonia, cuyos líderes autoritarios han sido democráticamente elegidos, abrazan hoy el concepto de democracia iliberal que Fareed Zakaria definió hace veinte años teniendo en mente el mundo no occidental. Por su parte, la Unión Europea, cuyo futuro depende de elecciones inminentes en un puñado de países clave, comenzando por Francia, no puede permitirse expulsar de su seno a quienes al menos no han decidido aún, como hiciera Reino Unido, abandonar el barco a través de un referéndum democrático -Moldavia, por cierto, parece que no quiere unirse-. No es ya posible criticar con autoridad, desde la UE, el autoritarismo del presidente ruso Vladímir Putin y menos aún el del dirigente turco Recep Tayyip Erdogan; en este segundo caso, para poder seguir expulsando refugiados sirios a Turquía.
El desconcierto de los bienpensantes occidentales sigue en aumento, y comienza a ponerse en duda el carácter democrático de los referéndums e incluso de las elecciones. La verdad es que no hemos logrado entender por qué aumenta el populismo nacionalista que ofrece consuelo a los desposeídos y descreídos, ni por qué los gobiernos que no pueden exigir más impuestos por rendimientos de capital para no alejar a los inversores rechazan a los refugiados que compiten con los desposeídos, o por qué el racismo acaba siendo el principal argumento esgrimido en campañas electorales occidentales para elegir dirigentes políticos que luego no van a poder tomar decisiones soberanas. Tal y como la elección de Donald Trump ha demostrado, la política identitaria como argumento único de ascenso al poder y su aderezo de retórica proteccionista podrían llegar a sustituir a la ideología liberal como motor de transformación del mundo postoccidental.
Muchos demócratas de toda la vida nos negamos a aceptar que los partidos políticos, para sobrevivir en la posdemocracia, naturalmente tiendan a convertir la política en un espectáculo, muestren cuando logran el poder un cinismo equiparable al que las encuestas dicen que nosotros mostramos hacia la democracia y se dejen corromper o, peor aún, caigan en manos de líderes que encarnan el autoritarismo a través de la llamada democracia iliberal. Pero ya no queda una sola razón para pensar que no merece la pena el esfuerzo colosal de renovar las estructuras de la democracia liberal, aunque languidecer lentamente nos hubiera permitido nuevas dosis de autocomplacencia.

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