Esglobal: Israel quiere normalidad a cambio de nada Itxaso Domínguez de Olazábal



El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu durante un discurso. (Carsten Koall/Getty Images)
El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu durante un discurso. (Carsten Koall/Getty Images)
El Gobierno de Benjamín Netanyahu trabaja para recuperar las relaciones con el mundo pero sin hacer concesiones.
Estos días, Benjamín Netanyahu puede jactarse de gozar de una popularidad sin precedentes. Eso sí, fuera de las fronteras de Israel. Mientras su Gobierno de coalición se enfrenta a crisis semanales y a críticas constantes, algunas provenientes del propio partido del primer ministro, su estrategia regional parece ganar adeptos, y alabanzas de propios y ajenos, cada día que pasa. De casi todos menos de los palestinos, claro está. Siguiendo el ejemplo de la llamada ‘Doctrina de la periferia’ de Ben Gurion, Bibi ha conseguido que diplomáticos americanos y palestinos, que hace unos años se mostraban en contra de las acciones de Israel pero que hoy están inmersos en sus propias disyuntivas, se pregunten si erraron el tiro. Quizás sólo Barack Obama, una vez celebradas las elecciones de noviembre, sea capaz de realizar algo que, según sus propias declaraciones, sigue frustrando su balance exterior, como es conceder un aliento a la causa palestina.
Todo empezó con Turquía. Fue el hoy presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, uno de los jefes de Estado que criticó con mayor dureza a las autoridades israelíes, cuando la denominada ‘flotilla de la paz’, encabezada por el Mavi Marmara, que tenía como destino la franja de Gaza fue interceptada y avasallada por soldados israelíes en 2010, dejando tras de sí nueve muertos y numerosos heridos, algunos de nacionalidad turca. Ankara no dudo en romper las relaciones con Tel Aviv, que duraban ya décadas y que resultaban extremadamente beneficiosas para ambas partes. Una relaciones que además venían a representar, por así decirlo, el símbolo de la política ‘cero conflictos con los vecinos’ que tanto Erdogan y Davutoglu practicaban hasta poco después de que estallara el conflicto en Siria.
El pasado 27 de junio, Turquía e Israel sorprendieron a muchos anunciando a bombo y platillo que retomarían sus relaciones diplomáticas, comerciales y de otra otras índoles (el ámbito energético destaca en este sentido) en virtud de un acuerdo en el que, sin reconocerlo, Israel admitía tácitamente – satisfaciendo una no desdeñable suma – haber cometido un error en el episodio de la flotilla. El honor del sultán Erdogan se veía así satisfecho y, al mismo tiempo, el presidente turco recuperaba un aliado vital, en un momento en el que parece tener todas las cartas en casa, en la región y más allá en su contra. Por su parte, Netanyahu ponía la primera piedra de su renovada estrategia regional, con una carta de presentación de enorme peso como era el caso de Turquía. Se aludió a una posible intermediación con Hamás como justificación, ante lo que el Gobierno de la Franja no se ha mostrado tan contestatario como pudiera esperarse.
Luego llegó el tour de Netanyahu por el continente africano, que tenía como fin diversificar la política comercial del país y, poco a poco, normalizar las relaciones israelíes con la comunidad internacional. Israel llevaba años preparándose para la sucesión de visitas, multiplicando la ayuda humanitaria dirigida a países subsaharianos. La primera parada fue Uganda, fuertemente marcada en la memoria colectiva israelí por el ataque de Entebbe, en el que murió el hermano mayor de Netanyahu, Yonathan y del que se celebra el 40 aniversario. Tras esta visita siguieron otras -Etiopia, Tanzania, Kenia- y otros acuerdos, en particular la normalización de relaciones con Guinea (primer país en romper relaciones con Israel tras la guerra de 1967). Culminó la gira con una Cumbre regional de lucha contra el terrorismo en Entebbe a la que acudieron siete jefes de Estado del Este del continente.
No fueron pocos los medios árabes, e incluso internacionales, que publicaron una foto compartida por Netanyahu en la redes sociales en la que el político veía en la televisión de su residencia la final de la Eurocopa de fútbol mano a mano, y en aparente cordialidad, con el ministro de Asuntos Exteriores egipcio, Sameh Shoukry. Shoukry había visitado previamente Ramala, donde se reunió con varios líderes palestinos. Esta visita, también vinculada a la situación de seguridad en el Sinaí, es considerada parte de una visión más amplia anunciada por el residente Abdel Fattah al Sisi, con la intención de lograr una paz justa e integral entre israelíes y palestinos. Al Sisi ha hecho referencia a una ‘paz templada’ entre Egipto e Israel centrada en un futuro acuerdo de paz. En un momento en que Estados Unidos se muestra concentrada en las elecciones presidenciales de noviembre, El Cairo pretende recuperar su papel fundamental en la región. Además de vigilar de cerca los peligros resultantes de la crisis en el liderazgo palestino.
La guinda del pastel la representó la visita de una delegación saudí, compuesta por académicos y hombres de negocios, y encabezada por el antiguo general Anwar Eshki. No fueron pocas las críticas por parte de políticos israelíes (Ayman Odeh), autoridades extranjeras (fue el caso de secretario general del grupo libanés chií Hezbolá, Hassan Nasrallah, en uno de sus últimos e incendiarios sermones de viernes), representantes de la sociedad civil y una notable cantidad de ciudadanos árabes que mostraron su indignación a través de las redes sociales. Mientras que Netanyahu y compañía se sirvieron de esta visita para demostrar que el país tenía cada vez más éxito – y consecuentemente, menos enemigos – entre sus vecinos, Arabia Saudí reaccionó con rapidez negando cualquier tipo de vinculación entre la delegación y la línea oficial del Reino. La cooperación entre Riad y Tel Aviv no debería resultar sorprendente en exceso, si se tiene en cuenta que en años anteriores ambas administraciones han trabajado mano a mano en varias ocasiones, como por ejemplo para evitar que saliera adelante el acuerdo nuclear con Irán. La lucha frente al ‘arco chií’ representaría, por tanto, el núcleo de esta relación bilateral en ciernes.
Arabia Saudí no sería en tal caso, sin embargo, el primer aliado de Israel en el Golfo. A pesar de que ambas partes lo niegan con fruición, Israel y Emiratos Árabes Unidos mantienen una provechosa relación bilateral desde hace años, consecuencia del pragmatismo emiratí en lo que a su política exterior y económica respecta. El presidente, Bin Zayed – que ejerce una enorme influencia sobre el cuasi heredero saudí Mohammed bin Salman – ha impulsado la puesta en marcha de relaciones comerciales, principalmente en el ámbito de la seguridad y de la agricultura, así como vuelos diarios entre los dos países. Qatar también mantuvo en su momento relaciones con Israel, pero supuestamente puso fin a todo vínculo con Tel Aviv tras la guerra de Gaza de 2009.
Mientras cosecha amigos en la región, e intenta retomar relaciones con sus tradicionales aliados (o en el caso de Estados Unidos, espera a que llegue un nuevo presidente), Netanyahu se olvida de los palestinos y de la llamada ‘solución de dos Estados’. Ni siquiera realiza ya declaraciones sobre las negociaciones de paz. En el ámbito doméstico, su prioridad es afianzar una política de hechos consumados principalmente centrada en la construcción de asentamientos ilegales en Cisjordania, y en aislar por todos los medios a la Franja de Gaza, incluso recurriendo a la rumoreada construcción de un puerto artificial. Los líderes palestinos se lo ponen fácil: la reconciliación entre Hamás y Fatah parece cada vez más inalcanzable, pese a destellos de esperanza, y la sucesión de Mahmoud Abbas, no por urgente e inevitable será menos espinosa. Diríase que Oslo está más lejos que nunca, si es que alguna vez estuvo en el punto de mira de Netanyahu, y los jóvenes palestinos son más conscientes de ello que nunca, y no han dudado así en recurrir a las armas para sentar las bases de lo que muchos llaman la Tercera Intifada.
A pesar de que se considera que el público árabe – si es que ese concepto etéreo se ha hecho realidad en algún momento – se posiciona completamente en contra de cualquier mejora de la relaciones de sus respectivos gobiernos con Israel en detrimento de la causa palestina, no hay que olvidar que ya existen precedentes, entre los cuales destacan los casos de Jordania, Siria – a pesar de la retórica beligerante-, y sobre todo Egipto. Tras la Conferencia de Madrid y los Acuerdos de Oslo, una gran parte de gobiernos árabes decidió renunciar a medios militares para liberar Palestina y optaron por negociar con Israel como una ‘opción estratégica’ más. Países como Marruecos, Mauritania, Yibuti y Sudán colaboran con regularidad con Tel Aviv. En muchas ocasiones, el apoyo y empatía frente a los palestinos se posiciona al final de la lista de prioridades de los ciudadanos árabes de a pie. Tampoco hay que olvidar que la principal organización en la que convergen supuestamente los intereses árabes, la Liga Árabe, fue creada en 1945 persiguiendo como objetivo principal impulsar la causa palestina y, en última instancia, la creación de un Estado palestino. Una causa por la que, salvo declaraciones grandilocuentes, brindis al sol y alguna excepción, no ha luchado ningún Estado ni dirigente árabe en estas últimas décadas. El toque de muerte definitivo al panarabismo que un día movió masas y removió conciencias.

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