Esglobal Oriente Medio: ¿mirar al pasado para entender el presente? Borislava Djoneva



Los paralelismos entre el momento de la celebración de los Tratados de Sèvres y Lausana, hace casi cien años, y el actual contexto geopolítico en Oriente Medio y el Norte de África.
Si uno recuerda aquel famoso tuit que hacía una comparación entre la geopolítica de 2010 y la del 450 A.C, en estos momentos no sería una mala idea centrar la mirada en el mapa de las guerras relacionadas con la caída del Imperio Otomano y los posteriores Tratados de Sèvres (1920) y de Lausana (1923). La sensación es que la descomposición del Imperio Otomano dejó varios problemas sin resolver, que todavía hoy, 100 años más tarde, concluidas las Guerras de la ex Yugoslavia, afectan a sus antiguas provincias en Oriente Medio. A primera vista, parece una afirmación un poco arriesgada, ¿pero de verdad es así?
En la época del enfermo Imperio Otomano, las tres grandes potencias con influencia en Oriente Medio y Norte de África eran el Imperio Británico, Francia e Italia. Estados Unidos, ya apuntando su futuro de potencia global, también había prestado ayuda financiera y querían una paz estable que les devolviera las inversiones. Ya se había presentado el plan Wilson para Armenia y Kurdistán, que aunque nunca recibió respaldo del Congreso estadounidense, demostró el interés de este país en el Cáucaso. La Rusia bolchevique no participó en las negociaciones, porque ya se había asegurado su paso por los estrechos del Bósforo y los Dardanelos en los anteriores acuerdos bilaterales con Turquía.
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En Sèvres se diseñaron varias fronteras actuales y discutieron los intereses de los siguientes Estados –Turquía, Grecia, Bulgaria, Armenia, Chipre, Líbano, Siria, Irak, Qatar, UAE, Egipto, Palestina, Sudán, Arabia Saudí y Yemen–.
Con la caída del Imperio, y según los textos del Tratado de Sèvres, Turquía perdía todas su posesiones en la Península Arábiga, y las zonas de influencia en la región se repartieron de la siguiente manera: el Imperio Británico –Egipto, Sudán, Irak, el puerto de Adén (hoy Yemen), Transjordania y Palestina (el Plan Belfort); Francia se quedaba con los territorios que hoy son Siria y Líbano, además de Alejandreta; e Italia, con Anatolia y Libia. La Provincia de Hijas se adjudicaba a Arabia Saudí con influencia británica. Grecia recuperaba sus territorios de Asia Menor junto con varias islas, y Chipre seguía bajo tutela de Reino Unido.
Así mismo, se formaba un gran Estado armenio y la provincia de Kurdistán obtendría una autonomía bajo tutela internacional.
El Tratado de Sèvres nunca entró en vigor y el golpe de Estado de Mustafá Kemal Ataturk con la formación de un nuevo gobierno, basado en fundamentos republicanos, permitió a Turquía renegociar sus pérdidas. Así se llegó al Tratado de Lausana (1923) que definió el territorio y las fronteras de lo que es hoy la República de Turquía como sujeto de derecho internacional. Con este tratado se confirmaba la pérdida de todas las posesiones otomanas en la Península Arábiga.
Una breve mirada sobre los actuales conflictos en Oriente Medio le puede dejar a uno perplejo por los evidentes paralelismos que existen entre los acontecimientos de hace 100 años y los de hoy. Casi todas las fronteras negociadas entonces son focos de conflicto en actualidad –Siria, Turquía, Irak, Norte del Líbano, Kurdistán, la frontera entre Yemen y Arabia Saudí, Egipto, Sudán… Entre lo más llamativo se encuentran las fronteras, aparentemente muy seguras (al ser de la Unión Europea) de Grecia y Bulgaria. El país heleno, aparte de la grave crisis interna económica y política, sufre una ola de inmigrantes sin precedentes desde, ¡exactamente!, la Primera Guerra Mundial. Incluso Bulgaria, que parecía a salvo del juego de fronteras, se ha visto obligada en los últimos meses a recordar oficialmente a Ankara que no va a tolerar intentos velados de “mordiscos” sobre su territorio, en referencia a que algunos miembros del partido de la minoría turca, se supone que financiados directamente por el presidente Recep Tayyip  Erdogan, pretendieran “regalar” a Turquía la mitad de la costa búlgara, Burgas inclusive (el segundo puerto más grande del país y con importantes refinerías).
A primera vista estos intentos parecen un disparate, pero una segunda lectura pide detenerse en los detalles. Imaginemos que después de finalizar la guerra en Siria e Irak, los kurdos, reforzados tras su lucha contra Daesh y otros grupos, piden un Estado independiente y su protector, Estados Unidos, les apoya. En estas circunstancias la amenaza para la integridad de Turquía sería real. Los turcos están acostumbrados a cambiar unas fronteras por otras (Berlín 1881, Brest-Litovsk y Trabzon 1918, etcétera), siempre y cuando salgan ganando. Y el país tiene muchas fronteras por negociar… Entonces, si se derogasen las acordadas por el Tratado de Lausana, ¿por qué no intentar cambiarlas por otras no menos estratégicas?
El discurso para consumo interno del Gobierno turco parece confirmar esta teoría. En los medios locales se sigue apuntando 2023 como fecha límite, o de una nueva era para la historia del país. Incluso se insinúa de manera insólita que todos los tratados internacionales tienen una “caducidad” de 100 años y que el statu quo, aun en contra de los principios del derecho internacional, podría transformarse pasado ese período. Interesante apunte, en el marco de los últimos y… ¿por qué no? también futuros acontecimientos.
Por otra parte, el conflicto de Yemen, otra herida abierta desde el Tratado de Lausana, se ha convertido en terreno de prueba de la creciente rivalidad entre Arabia Saudí e Irán, tensión basada en diferencias religiosas, políticas y estratégicas. Centros ideológicos de las dos ramas más influentes del islam, sunismo (Arabia Saudí) y chiismo (Irán), los dos grandes países con poder económico y militar,  nunca han tenido una relación demasiado amistosa. Mientras duraban las sanciones contra Teherán, Riad no veía un peligro real para su liderazgo en la zona. Las latentes hostilidades estaban situadas en campos ajenos como Líbano o Bahréin… Con la firma del Acuerdo entre Irán y Occidente, la guerra en Siria y el deterioro de la situación en Yemen, los saudíes han empezado a ver con preocupación el cada vez más relevante papel de Irán a escala internacional.  Es lógico que, en los últimos meses, este nerviosismo haya escalado hasta niveles desconocidos, llevando al reino saudí a cometer algunos errores que no han conseguido nada más que la ruptura de las relaciones diplomáticas entre ambos países.
En este marco el ataque contra Yemen no parecería sorprendente, si no se tratase de uno de los países más pobres del mundo. Durante los últimos meses, las fuerzas conjuntas de Arabia Saudí y sus aliados mantienen un bombardeo salvaje en varias provincias yemeníes, y la pregunta lógica es: ¿será sólo por la presencia de grupos chiís militarizados? ¿Cómo, entonces, no acordarse de los Tratados de 1920 y 1923, que regulan las discutidas fronteras durante todo el siglo XX, así como la explotación del puerto de Adén? No hay que olvidarse que Hijas, que según aquellos acuerdos fue añadida al Reino de la familia Saud, es la más rica y desarrollada de la península y el territorio, que hoy ocupan casi cuatro provincias saudíes, forma parte del gran patrimonio religioso musulmán, albergando las ciudades sagradas de la Meca y Medina.
Por otra parte, ciertos miembros del Consejo de Seguridad tampoco se han comportado de forma imparcial en la zona durante los últimos tres años.
Es el caso de Rusia, a quien, después de la caída del muro de Berlín y la pérdida de algunos países satélites, aún le quedaban ciertos aliados en Oriente Medio como Irak y Siria. Las dos Guerras del Golfo sacaron por completo a los rusos de Irak. El acuerdo entre Irán y Estados Unidos ha abierto aún más la brecha, y con la guerra en Siria Moscú ha estado a punto de perder su única base militar en el Mediterráneo. Ningún político ruso con sentido común lo iba a permitir. Su entrada en Siria se veía inevitable desde el punto de vista estratégico, y la única incógnita era cuándo iba a producirse, ya que los rusos tenían un frente abierto en Ucrania. El momento elegido por presidente Vladímir Putin para la intervención en Siria fue un perfecto golpe de comunicación política. Con la opinión pública europea desconcertada por el inmovilismo de sus gobiernos frente a los atentados de París y asustada por la presión económica y cultural que supone la enorme ola de refugiados, de repente Rusia, con todos sus problemas internos, se erigió como el gran defensor de la seguridad en el continente.
En esta línea, parece aún más interesante el papel de Francia y de Gran Bretaña, que se quedaría sin una buena interpretación si no nos fijamos en el marco histórico y sus intereses comerciales en la zona. Si alguien se pregunta sobre el porqué del inmovilismo británico y la iniciativa francesa en la guerra siria, sería suficiente recordar el mapa de los Tratados de Sèvres y Lausana. Después de la Segunda Guerra del Golfo, Gran Bretaña se ha asegurado el acceso a los pozos de petróleo en Irak (su antiguo protectorado) y además explota una parte de los de Libia –resultado de la caída de Muamar el Gadafi y Silvio Berlusconi. Tampoco tiene grandes intereses en Qatar, donde las principales empresas extractoras son Exxon Mobil y Total. Le toca a Francia recobrar protagonismo internacional, buscando recuperar su influencia en Siria… mientras comparte las reservas petroleras libias con los británicos. Y todo esto, con grandes contratos de armamento y tecnología con Arabia Saudí de por medio.
El contexto político y económico sigue una lógica en la cual Estados Unidos no se implica más en la guerra, porque quizá prefieran dejar a sus aliados arreglarse las cuentas entre ellos. Lo más curioso es la percepción común sobre EE UU como activo jugador en la zona, cuando su papel se parece más a un mediador con cartas de participante.
En conclusión, mirando 100 años atrás, en el momento de la caída del Imperio Otomano y de la celebración de los Tratados de Sèvres y Lausana, uno puede observar algunos paralelismos muy interesantes con la situación geopolítica en Oriente Medio, Norte de África y hasta en el Cáucaso, que quizá permita una lectura un poco más esclarecedora de la compleja realidad que trastoca la vida no sólo de estas regiones, sino de Europa, y que llega hasta países muy lejanos en un mundo cada vez más globalizado.

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