Esglobal Adiós al monopolio ideológico en Argentina Adriana Amado


(Leon Neal/AFP/Getty Images)
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Las sociedades civiles toman el poder en el país a través de las redes sociales.
En tiempos de redes sociales la popularidad de los gobernantes se mide en followers, aunque la cifra poco dice del diálogo que el poder tiene con su entorno. Por caso, la anterior presidenta de Argentina, Cristina Fernández, contaba al final de su mandato con más de cuatro millones de seguidores en Twitter pero ese auditorio nunca presenció conversaciones. Sí usó (y sigue usando) ese espacio para descalificar críticas y datos de quienes no se ajustaran a su perspectiva. Sus principales dardos cayeron en consultoras que medían la inflación o la desocupación, académicos que investigaban pobreza y otros problemas sociales, organizaciones que denunciaban daños ambientales, prensa que publicaba versiones distintas a las gacetillas que circulaba su oficina de prensa.
Fernández planteó en sus años que solo un gobierno elegido por voluntad popular podía velar por el interés público y descalificaba por parcial y utilitario cualquier aporte externo, especialmente si provenían del ámbito privado. Incluso los clásicos institutos de pensamiento y discusión del partido peronista al que pertenece perdieron su protagonismo en pos de organismos dependientes (estructural, financiera o políticamente) de un Estado que marcó la impronta y los límites a la discusión de temas claves.
El Gobierno de Mauricio Macri sobreactúa en las redes con un estilo menos confrontativo, que busca demostrar que puede cumplir con su propuesta electoral de sumar a su Ejecutivo a personas de las más diversas extracciones, incluso sin experiencia política. Sus principales colaboradores provienen de think tanks partidarios como el grupo Sophia o la Fundación Pensar, y ha designado en puestos claves a profesionales del ámbito privado y a líderes de la sociedad civil. Los funcionarios salientes critican esos nombramientos, que tipifican peyorativamente como el “Gobierno de los CEO” y repudian cualquier concepto organizacional aplicado al Estado, aunque se trate de eficiencia o transparencia.
La alianza de partidos con que el presidente llega al poder parte de una diversidad ideológica que despierta dudas a la sociedad argentina, acostumbrada en los últimos años a una concepción de poder que tenía la homogeneidad ideológica como valor principal. El adjetivo militante acompañó a universidad, medios, intelectuales y demás usinas de pensamiento, estableciendo un eje de polarización para los que ejercían la reflexión desde otro lugar. El epítome de esta política fue la creación de una “Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional”, nombre elocuente de la posición de Cristina Fernández frente al pensar y sus libertades. Este organismo no sobrevivió el primer mes de gobierno de Macri.
La elección de un mandatario que hizo de la renovación de estas prácticas uno de los ejes de su campaña, parecería decir que la sociedad argentina le concede el beneficio de la duda a una Administración que desafía la lógica de la casta política, tan arraigada en Latinoamérica. Pero la inserción en las estructuras del Estado, burocráticas, poco eficientes y politizadas, de personas que provienen de organizaciones con otras lógicas de pensamiento y acción despierta más dudas que optimismo. También es un desafío para las organizaciones que vienen trabajando en las nuevas agendas sociales salir del papel de críticos o de meros analistas, para abrirse a un diálogo con el poder público que intente incidir socialmente. El proceso que vive Argentina es el paso de un Estado que detentó el monopolio ideológico de las soluciones a una sociedad que pueda construirse con la contribución de los que más saben de un tema, sin que importe si el aporte es público o privado, dogmático de izquierda o pragmático de derecha, oficialista u opositor.

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