Esglobal: China: ¿hay motivos para el pánico? Gonzalo Toca


Un hombre pasea por Pekín con un periódico cuyo titular reza "El PIB de China crece un 6,9%". (Wang Zhao/AFP/Getty Images)
Un hombre pasea por Pekín con un periódico cuyo titular reza “El PIB de China crece un 6,9%”. (Wang Zhao/AFP/Getty Images)
Los tumbos de la economía china se han acelerado y han hecho saltar las alarmas de los inversores internacionales. ¿Está justificado el miedo?
La economía china lleva derrapando dos años, pero uno de los principales problemas es que nadie sabe con qué intensidad exactamente. Las cifras oficiales, en un régimen autoritario donde los números se utilizan con fines propagandísticos porque el Gobierno debe su estabilidad a su buena gestión, no son creíbles. Normalmente, sirven para observar la tendencia, que en este caso apunta hacia un enfriamiento más rápido de lo esperado.
El origen de ese enfriamiento es una combinación de circunstancias entre las que destacan la transición del modelo productivo (las autoridades están intentando que China dependa cada vez menos de la industria y las infraestructuras y cada vez más del consumo y los servicios), el debilitamiento de la demanda mundial (que hace un daño considerable a los países que dependen en gran medida de sus exportaciones) y una importante fuga de capitales que ni siquiera los durísimos controles cambiarios han sido capaces de taponar del todo. Hablamos de 500.000 millones de dólares solo en 2015 (unos 456.000 millones de euros).
Sin duda, la causa más influyente es la transición del modelo productivo y la posibilidad de que surja un cisne negro, es decir, un acontecimiento de gran impacto pero que hayamos considerado demasiado improbable como para tomarlo en serio. Primero hay que entender cómo es el viejo modelo que quieren reemplazar.
Durante décadas, Pekín ha canalizado grandes cantidades de inversión hacia las infraestructuras y la industria con cargo a la deuda de las empresas y a los balances de unos bancos públicos o semipúblicos. Eran conscientes de que la inflación se dispararía y de que muchos de los proyectos iban a fracasar, porque eso es lo que ocurre cuando el flujo del crédito es tan enorme y tan barato. No les importaba en ese momento. Tenían otras prioridades.
¿Acaso el país no necesitaba puentes, casas y carreteras, y también enormes factorías que acabarían convirtiéndolo en la fábrica del mundo? La construcción y la industria generaban decenas de millones de puestos de trabajo, ofrecían casas mejores a la gente, reducían rápidamente una pobreza que había sido terrible, creaban una casta de emprendedores ricos, agradecidos y leales al Partido Comunista que inspiraban a la población y asombraban a Occidente y facilitaban las comunicaciones en un país gigantesco.
Si los proyectos fallaban y las empresas no devolvían el dinero, podían utilizarse los ingentes recursos que había producido el superávit comercial para rescatar y compensar a las entidades que habían concedido los créditos. El coste político sería mucho menor que en otros países tal y como les había demostrado su experiencia en los 90, cuando tuvieron que crear cuatro bancos malos para depositar los activos tóxicos.
Si la naturaleza pagaba un precio altísimo por culpa de la contaminación industrial, entonces se silenciarían las noticias que hablaran de la polución y se reprimirían discretamente las protestas de los vecinos de las factorías sucias o los lagos y ríos llenos de desechos. Si en el camino de la urbanización había que demoler, expropiar y reubicar unilateralmente a cientos de miles de personas, eso es lo que harían. No tolerarían ninguna resistencia.
No era sostenible
Ese modelo no era sostenible y se extendió durante más años de los que dictaban los intereses de Pekín a largo plazo por culpa de una crisis mundial que forzó a las autoridades, temerosas de que una posible recesión dañase la credibilidad del Partido Comunista entre la población, a lanzar unos planes de estímulo que agravaron los desequilibrios. La debilidad que reveló el liderazgo del presidente Hu Jintao tampoco dejó mucho más margen de maniobra. Cambiar el modelo productivo en una economía planificada implicaba sacrificar los intereses de amplios sectores con fuertes apoyos políticos en beneficio de otros sectores más pequeños y con menos valedores en las instituciones.
La salida gradual de la crisis mundial y la coronación del presidente Xi Jinping en 2013, un líder más poderoso que ha sabido aprovechar una campaña anticorrupción para deshacerse de algunos de sus rivales, cambiaron la ecuación.
Se empezó entonces a endurecer la supervisión de los bancos y otras entidades financieras (shadow banking) y a introducir medidas para desinflar la burbuja inmobiliaria. Pekín creía que podía controlar el reemplazo de un modelo por otro gradualmente y a su ritmo. Lo que está pasando ahora mismo demuestra que se equivocaron.
Los niveles de endeudamiento privado son altísimos, el empuje de la urbanización masiva y el éxodo rural sufre anemia, la población envejece y no tiene reemplazo por culpa de la política del hijo único (derogada en 2015), las exportaciones industriales tienen que lidiar ahora con una demanda global poco vigorosa y, como las expectativas se han deteriorado, los inversores han comenzado a salir a raudales del país y la bolsa se hunde.
El sector servicios, aunque aumentó su tamaño en más de un 8% el año pasado, no está siendo capaz de compensar un crecimiento de la industria y la construcción que, si no lo ajustamos a la inflación, se quedaría en un magro 0,9%. Los servicios, junto con casi todos los indicadores oficiales, muestran una ralentización en el último trimestre de 2015, lo que significa que China está en proceso de empeorar y que nada apunta a una mejora a corto plazo.
Pero lo que realmente les da miedo a los analistas es que todo eso no ocurre en el vacío, es decir, sin que Pekín haya sacado toda su artillería. El gasto público aumentó en un 36% en 2015 mientras los ingresos del Estado solo se incrementaban en un 8,7%. El banco central ha rebajado desde noviembre de 2014 hasta seis veces los tipos de interés, ha inyectado cientos de miles de millones de euros en el mercado desde el verano pasado y ha rebajado las reservas legales de los bancos para que liberen más liquidez y el crédito no se desplome.
En otras palabras, la armada invencible se está demostrando vulnerable y las famosas riquezas en moneda extranjera de los fondos soberanos y el banco central no están siendo capaces ni de invertir la tendencia ni de mantener a raya las embestidas contra el yuan.
Hay otro aspecto que preocupa a los expertos: que los escenarios que no se conocen suelen ser terrenos abonados para cisnes negros. Nos encontramos ante un crecimiento del PIB inédito desde 1990, la liquidez está descendiendo mucho más rápido de lo que preveían, por ejemplo, los 25 economistasconsultados por Bloomberg en noviembre, y –hay que insistir en esto– el Gobierno, en contra de lo que había ocurrido en las décadas pasadas, se ve desbordado por las turbulencias. ¿Qué será lo próximo?
En estas circunstancias, en una especie de dramático movimiento pendular, los inversores han empezado a dudar de la capacidad de Pekín. Antes asumían que tenía recursos y habilidad suficientes para gestionar cómodamente la gigantesca deuda privada, que la burbuja inmobiliaria estallaría con una voladura controlada y que a la previsible quiebra de muchas empresas de construcción e infraestructuras le seguirían un pulcro y ordenado rescate de los bancos al estilo de lo que había ocurrido en los 90. ¿Y si todo fuese una fantasía?
Pero no todo ha sido una fantasía. Es verdad que se han exagerado durante años las fortalezas del modelo chino y la capacidad de sus dirigentes para tratar a la segunda economía mundial como a un simpático golden retriever . Sin embargo, no se puede pasar ahora al otro extremo y exagerar absurdamente sus debilidades.
Las cifras de crecimiento del PIB siguen siendo apabullantes e históricas –rondarán el 6% este año– después de más de tres décadas sin dejar de aumentar. Los controles de capitales hacen casi imposible que la fuga de los inversores o la especulación contra la Bolsa o la moneda lleguen a niveles insostenibles. Los ingentes recursos públicos, a pesar de la galopante deuda privada, reducen considerablemente la opción de que se produzca un gravísimo deterioro del bienestar que espolee protestas y desórdenes masivos. La transición hacia el nuevo modelo hace tiempo que cruzó el Rubicón: el consumo representa alrededor del 60% del PIB desde el año pasado.
Las buenas películas de terror nos enseñan que nada da tanto miedo como lo que se imagina. También nos enseñan que a veces lo que se imagina, sencillamente, no existe.

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