Esglobal: Así es cómo quiere integrar Europa a los inmigrantes musulmanes Gonzalo Toca



Un grupo de estudiantes asisten a clases de alemán para inmigrantes y refugiados en Postdam, Alemania. (Sean Gallup/Getty Images)

Un grupo de estudiantes asisten a clases de alemán para inmigrantes y refugiados en Postdam, Alemania. (Sean Gallup/Getty Images)
Existen dos grandes visiones en conflicto en el corazón de Europa sobre la integración de las personas extranjeras y ambas afectan de formas muy diferentes a los inmigrantes musulmanes. Las nuevas políticas dependerán de cuál de ellas termine imponiéndose.
La regulación migratoria no nace en el vacío ni tampoco se construye sobre un suelo empedrado con buenas o malas intenciones. Eso es cosa de los tertulianos. En realidad, su configuración tiene que ver, esencialmente, con la respuesta que demos a las siguientes preguntas: ¿deben ser tratados los inmigrantes legales igual que los nacionales? ¿Se les puede exigir que conozcan y acepten determinados valores en las sociedades de acogida o basta con que conozcan y acaten las leyes?
Dos grandes escuelas parten de respuestas completamente distintas a estas dos preguntas y, en consecuencia, proponen recetas muy diferentes sobre cómo debe llevarse a cabo la integración. La primera, más alineada con países nórdicos como Suecia, considera que las personas extranjeras que tienen los papeles en regla pueden limitarse a cumplir las leyes –sin necesidad de compartir los principales valores de sus nuevas sociedades– y deben acceder lo antes posible a prácticamente los mismos derechos y garantías que los nacionales del país receptor con excepciones temporales como la participación en las elecciones generales.
Sus detractores señalan que esta postura facilita el abuso de los servicios públicos por parte de los extranjeros, que los subsidios excesivos hacen que no acepten empleos con salarios bajos –los únicos muchas veces para los que están verdaderamente cualificados–, que los más necesitados de los países de acogida pueden sentirse discriminados frente a unas personas que, a diferencia de ellos, no han pagado durante décadas los impuestos nacionales que permiten financiar las ayudas que ahora necesitan y, finalmente, que las arcas de los Estados desarrollados, muy lastradas por la deuda, no pueden hacer frente a un incremento del gasto potencialmente enorme.
Además, afirman, si alguien desea vivir en otra sociedad, debe asumir como propios los valores principales de la sociedad que lo recibe y destacan entre ellos la igualdad de derechos entre la mujer y el varón o el respeto a las minorías como las parejas del mismo sexo. Esto afecta sobre todo a los inmigrantes y refugiados musulmanes especialmente conservadores.

La segunda escuela y sus enemigos
La segunda escuela parte más del modelo suizo y de los países anglosajones y asume que los inmigrantes no tienen por qué acceder a corto plazo a los mismos derechos que los nacionales y, muy especialmente, al disfrute de servicios públicos claves como la sanidad o las ayudas al desempleo. Al mismo tiempo, los que comparten esta visión entienden que aquellos que eligen emigrar, siempre que no lo hagan por culpa de la guerra o la violencia extrema, tienen que estar dispuestos a abrazar no solo las leyes sino también los principales valores de los países en los que van a vivir. En definitiva, muchos inmigrantes musulmanes deberían renunciar a algunas de sus creencias más arraigadas antes de cruzar la frontera.
Los que se oponen a esta visión denuncian que puede provocar grandes injusticias y, en último término, perjudicar una rápida integración de los extranjeros que supuestamente persigue. Entre las injusticias resaltarían, según ellos, la realidad de que un inmigrante puede estar cotizando a la seguridad social y al mismo tiempo no recibir sus beneficios, que muchos no poseen recursos suficientes para financiarse un seguro sanitario privado y que es peligroso –y hasta inhumano– negarle a alguien una cobertura médica adecuada por el tipo de enfermedades que pudiera contraer y contagiar (aquí señalan como prueba el caso de los niños no vacunados que llegaban a morir de enfermedades curables y el de aquellos a los que éstos transmitían el virus).
En cuanto a los valores que deben asumir los que deciden vivir en otra sociedad, estos opositores suelen recordar que muchos de los nacionales no aceptan en privado esos principios presuntamente fundamentales y que, a pesar de todo, se les reconoce la libertad de conciencia, es decir, el derecho a pensar en contra de las convenciones sociales mayoritarias (rechazando, por ejemplo, los matrimonios homosexuales o cualquier forma de aborto) siempre que cumplan las leyes. No entienden por qué no debería hacerse lo mismo con los inmigrantes en general y con los musulmanes en particular. Además, advierten, debe recordarse que ni está claro cuáles son esos valores básicos que deben imponerse ni los obstáculos al acceso a los servicios públicos en igualdad de condiciones con los nacionales dejan de ser grandes fuentes de conflictividad y trabas a la integración de los extranjeros.
Elena Sánchez Montijano, investigadora del think tank Cidob, representaría a grandes rasgos a la primera escuela, la que considera que los inmigrantes legales deben acceder lo más rápidamente posible a los mismos derechos y obligaciones que los ciudadanos del país de acogida. Ha construido, junto con su equipoun ránking donde clasifica a los Estados según su grado de cumplimiento de esos principios y otros que considera esenciales.

Distintas recetas
Para Sánchez Montijano, un sistema ideal “debería garantizar el acceso del inmigrante a la nacionalidad si lleva cinco años viviendo en un Estado miembro, no debería exigir que renuncie primero a la suya y, en el examen que se les realice antes de acceder a la nacionalidad, no deberían imponerles que compartan los valores de las sociedades de destino, sino que conozcan y estén dispuestos a acatar sus leyes”. Los hijos que nazcan en los países de acogida, añade, deberían poder nacionalizarse cuando hayan cumplido como mucho un año de residencia.
La investigadora del Cidob también llama la atención sobre las restricciones al acceso a la residencia y a la reagrupación familiar. En ambos casos, advierte, “se les pide un presupuesto mínimo del que no siempre disponen y un nivel del idioma que puede resultar excesivo”. Los funcionarios tienen, según ella, un margen considerable para aceptar o rechazar al mismo tiempo solicitudes muy similares y “las tasas de la reagrupación familiar son muy altas para un colectivo que posee, por lo general, muy pocos recursos”.
Elena considera que también son importantes aspectos como la participación política, la sanidad, la educación y el mercado de trabajo. Cree que “deberían poder organizarse políticamente en asociaciones y partidos, disponer de un órgano consultivo eficaz que haga de enlace con las autoridades y, ya después de tres años de residencia como en Noruega, también deberían poder votar en las elecciones locales”. Igualmente tendrían, según ella, que acceder sin restricciones “a una sanidad y educación públicas en las que sus profesionales recibirían formación en idiomas e interculturalidad”.
Los inmigrantes deberían contar, matiza Elena, con “mecanismos para denunciar cualquier discriminación” relacionada con sus orígenes, su cultura o religión, y beneficiarse de “homologaciones rápidas de estudios, formación gratuita para trabajar en sectores específicos, servicios de búsqueda de empleo, oportunidades para opositar a plazas públicas y el derecho a crear sus propias empresas”.
Panu Poutvaara, director del Centro IFO para las Comparaciones Institucionales y la Investigación Migratoria y profesor de la Universidad de Múnich, es en gran medida un ejemplo de la segunda escuela. Para él, “los cuatro elementos más importantes de un buen sistema de integración son un Estado del bienestar que no sea demasiado generoso, un mercado de trabajo vibrante donde los inmigrantes puedan encontrar fácilmente un empleo, su dominio del idioma local y su respeto a los valores culturales básicos del país que los recibe”.
Poutvaara propone un nuevo tipo de visado, que consistiría en proporcionar “la residencia o un permiso de trabajo, ambos temporales, pero sin que puedan acceder a los beneficios del Estado del bienestar”. Ese visado les otorgaría “todos los derechos y garantías de los que disfruta un trabajador nacional aunque deberían pagar por su cobertura sanitaria y no tendrían acceso a las prestaciones sociales”. Además, añade, los extranjeros “deberían enviar por adelantado un dinero como garantía que recuperarían al volver a sus países de origen siempre que hayan cumplido las leyes del país receptor”.
El profesor de la Universidad de Múnich considera que, tanto para acceder a este tipo de visado como para residir o conseguir la nacionalidad, los inmigrantes no solo deben superar un examen donde asuman los valores esenciales del país de acogida sino que también deben aceptar su deportación inmediata si, después superarlo, cometen delitos que demuestren que no aceptan realmente esos valores.
Reconoce que en su sistema existe una excepción: la de los refugiados y asilados políticos que provienen de Estados a los que no se les puede deportar sin poner sus vidas en peligro. En estos casos, advierte, “aquellos que no acepten los valores fundamentales de las sociedades de acogida deberían ser enviados de regreso tan pronto como las circunstancias de su país lo permitan”.

Una victoria pírrica
La lucha entre las dos grandes escuelas ha aflorado con enorme violencia en los últimos dos años gracias a la crisis que han desatado el goteo de cientos de muertes de inmigrantes, por ejemplo, en las proximidades de las aguas Lampedusa desde la tragedia de 2013 y al debate que ha provocado la admisión de miles de refugiados sirios en los últimos meses.
La situación resulta extremadamente compleja, porque a la previsible alarma de los países a los que llegan y que creen que no podrán gestionar su presencia se han sumado, primero, la ira de algunos partidos euroescépticos que exigen poco menos que el cierre a cal y canto de las fronteras y, segundo, las negociaciones sobre la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea, que también incluyen un capítulo sobre inmigración.
Por el momento, parece claro que la primera escuela, la que favorece un régimen más liberal, está ganando la partida. Sus ideas han servido para justificar, por ejemplo, la suspensión de la Regulación de Dublín o la aprobación de las cuotas de refugiados sirios que se impuso por mayoría en la última Cumbre de ministros europeos de Interior en septiembre. Además, el presidente de la Comisión Europea,Jean-Claude Juncker, y la canciller alemana, Angela Merkel (aunque ahora parece que ha cambiado algo el discurso), han defendido muchas de sus tesis en público.
De todos modos, es innegable que la segunda escuela está obteniendo cada vez más apoyos entre la población y entre los líderes de algunos países europeos. Cada vez se contempla como una fórmula moderada y sensata en un contexto marcado por atentados terroristas como los de París y por unos Estados comunitarios que no han superado todavía la última crisis de deuda y el creciente divorcio  entre socios europeos en cuestiones migratorias. A eso hay que añadir la desestabilización de la coalición (CDU- CSU) que ha sostenido durante décadas a políticos conservadores como Merkel, el ascenso de los partidos euroescépticos de extrema derecha que han convertido los límites a la inmigración en uno de sus temas principales y  la forma en la que Hungría, Eslovaquia, República Checa y, mucho más ligeramente, Austria y Finlandia demandan nuevas restricciones a la llegada de extranjeros.
Nos jugamos mucho en esta partida. Estos decidiendo quiénes somos, quiénes queremos ser y cuáles son realmente los valores europeos. Ni más ni menos.

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